«Miss Kenworth», un cuento de Gustavo López Ramírez

8 de noviembre de 2025

En abril de 2025 Jaravela Editores publicó "La vida que nos merecemos", libro que reúne ocho cuentos del médico y escritor Gustavo López Ramírez, autor de la novela histórica "Los dormidos y los muertos". "Miss Kenworth" es uno de los cuentos publicados en este volumen.
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Por favor nunca más me vuelvas a decir Miss Kenworth. Odio cuando me llamas por ese apodo vulgar de advenedizas logreras que quieren que el resto del mundo ignore mis múltiples nombres, aquellos que me han dado éxito y renombre aquí y más allá de las fronteras patrias. Porque yo sí he tenido la oportunidad de estar en Venezuela y Ecuador y pronto me verán en Centroamérica, si mi estilo arrasador e inconfundible logra convencer a los miembros del jurado de que, como yo, ninguna. Tampoco se te ocurra llamarme Jon, sin hache, aunque sea el nombre que mi madre me chantó en Caucasia cuando sumergió mi redonda cabecita en la pila bautismal. Esa perra no tenía ingenio para los nombres ni cabeza para la ortografía, y tú lo sabes bien. Se le plantó al padre Nazario cuando escribió en el libro de registros mi nombre con una hache intermedia y le dijo que con tres letras bastaba. Claro, pero a ella si había que llamarla con todos sus nombres, o si no, montaba en cólera, Mercedes de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Y eso que no era para nada una santa. Deberían llamarla Doña Bastante a esa ballena culantrona chupapijas. Esa mujer, Mercedes de esto-y-aquello-y-lo-de-más-allá, no podía ver un hombre porque se ponía fuera de sí y comenzaba a parpadear, a suspirar y a revolotear y hasta que no le abriera las piernas al fulano y lo tuviera encima no descansaba. En una de esas, un cabo le metió toda la artillería y la preñó de mí y cuando la culipronta fue a reclamarle al mes porque el Gravindex le salió positivo, el milico la corrió a culatazos y la amenazó, tanto que tuvo que salir corriendo de huida de la tropa. Se fue siguiendo el curso del río Magdalena, yendo de pueblo en pueblo, trabajando de doméstica o alimentando marranos hasta que la gorda, que ya estaba peor que ballena vieja y no podía moverse sin que se le fuera el resuello, cogió la cama al borde de la eclamsia, allá en Tenerife donde nací yo bajo el signo de Virgo agarrada por las manos callosas de una comadrona que se compadeció de aquella vaca vieja y la ayudó en el paritorio. Otro que se condolió de la recién parida y el ternero fue un señor que tenía por ahí cerquita un montallantas. Le dijo que lo único que él necesitaba era sazón de mujer para alimentar a los llanteros en el día y calor de hembra para sentir de noche. Tan mal debió haberse visto que se quedó juiciosa con el viejo por tres años la golfa esa. Pero dicen que vaca ladrona no olvida el portillo y cuando me vio medio levantadita, le volvió a coger la ventolera y sin aviso se largó con un contrabandista guajiro y a mí me dejó solita allá con el viejo borracho. El resto de la historia te la sabes, una temporada en Maicao vendiendo mercancía china mientras el indio le fue empaquetando dos niñas, Eva y Lía, y después de que se cansó del hombre la buscalavida se fue para Urueña en Venezuela donde terminó trabajando en la casa de un turco que le zampó el otro muchachito, el último, Adel, mi hermanita del alma. Por lo que a mí respecta, lo único que me quedó de ella fue un baúl lleno de ropa vieja y este aborrecimiento que nunca se me va a quitar. El llantero, sin saber qué hacer conmigo, lo único que acató fue mandarme con baúl y todo para donde Doña Betania, la madre de él, que me terminó de criar. A esa vieja sí la quise, porque, aunque estaba loca y desvariaba, nunca permitió que el viejo me alzara la mano, ni siquiera cuando me encontró vestida con la ropa de mi madre, todo colorete y rubor. Pero lo bueno no dura, como decía ella. Un día se murió de repente y de repente me encontré solita, sin madre real o sustituta, sola, a merced de aquel bruto que, decidido a convertirme en un macho de taller, grosero, mal hablado y rascamelaspelotas, como él, me llevó otra vez para la llantería a aprender su oficio. Tenía apenas doce años y ya me veía de aprendiz bajando y vulcanizando llantas de troque en menos de lo que canta un gallo. En una de esas estuve a punto de morir porque al separar la pestaña del aro la presión me dio de frente en el pecho y me mandó disparada como veinte metros. Cuando me desperté, un llantero macizo me alzaba con sus manazas de jayán y me apretaba las costillas para que se me pasara el pasmo. Ese señor me enseñó a convertir mis errores en virtudes y me volvió un mecánico hecho y derecho. Bueno, ni tan derecho, porque cada vez que podía yo me torcía peor que cigüeñal de carro viejo. Es un chiste, bobita. Una noche lo mataron de un tiro en la frente. Dicen que fueron los paracos, pero quién sabe. Aquí nunca se sabe. También aprendí la mecánica de oídas, la que consiste en saber qué le pasa al camión con solo parar la oreja y sentir los ruidos que hacen las entrañas de la máquina, y casi sin darme cuenta ya estaba cuadrando los camiones o dándoles la vuelta de prueba para saber de qué mal venían a quejarse al taller, porque ahí donde los ves, los camiones sienten, se resienten y se enferman. Dímelo a mí, que aprendí a conocer sus lamentos como si fuera un alma gemela y solitaria. Porque cuando me siento a la cabrilla yo soy máquina como ellas y cuando me bajo ellas se transforman en mí. Yo era apenas un pipiolo y ya tenía fama de entendido, si hasta choferes avezados me llevaban los camiones para que les diera una vuelta y les dijera de dónde venía ese ruidito y allí donde ellos oían goznes yo sentía lamentos y cuando mentaban válvulas yo les oía el corazón y ellos hablaban de árbol de levas y yo sentía mis tibias y mis fémures arder y cuando decían chumaceras me dolían las junturas y de tanto conocerles las entrañas aprendí a saber de dónde provenían sus dolencias. A mi padrastro le dieron celos y me cogió ojeriza y a cada rato me buscaba la caída. Una madrugada de esas en las que llegaba jincho de la borrachera y apenas volaba por instrumentos, me levanté tempranera y juiciosa para lavarme el pelo, ponerle acondicionador, enjuagar bien la ropa y colgarla a secar libre de miradas prevenidas y maliciosas, pensando que el bruto dormía a pierna suelta la borrachera. Cuando venía del baño con una toalla en la cabeza se levantó aquel animal a mear la canasta de cervezas que se había jartado. Vacilaba al caminar y me lanzó una mirada incierta y tenebrosa, como si se sintiera traicionado por la realidad y creyera que estaba aún en el putiadero y no en su casa. Seguí derechita y alerta pero tranquila porque oí que el viejo se metió en el baño. Me fui para la cocina a preparar café cuando de pronto se apareció con una cadena en las manos. Me lanzó un fuetazo y si no es porque soy joven y esquiva, me revienta la cara. Volvió a intentarlo y yo haciéndole el quite, hasta que me dio coraje y extendí mis manos suaves pero firmes, tomé la cadena lo más fuerte que pude y tiré de ella hacia mí. Se me vino de frente y lo dejé pasar hasta que se desportilló contra la pared de la cocina. Sonó como un estrépito seco y lanzó un gruñido sordo. Voltié a mirarlo con furia asesina y vengadora y cuando le vi el rostro rezumando sangre y la cabeza abierta me sentí satisfecha. Entonces me largué con el baúl para Aguachica que es más grande y por donde pasan todos los camiones que van o vienen de la costa y ahí sí hay trabajo para las que sean. Me puse a trabajar con los Argote, dueños de la mitad de los camiones de ese pueblo y de la noche a la mañana me convertí en el camionero más lindo y joven que había en los contornos. Pero el destino, hermanita, llama y no hay que resistirse. Allá en Aguachica una peluquera amiga me llevó al primer concurso departamental de cantantes transformistas y la vida me cambió en aquel instante. Yo soy una de ellas, me dije. Allí, aquella noche me emborraché por primera vez y tuve uno de esos dilemas que han definido mi existencia. Me dije, la cabrilla o el transformismo. Pero a medida que me emborrachaba me invadían la tranquilidad y la resolución. Me di cuenta de que toda mi vida estaba jugada con cartas de doble faz. Por aquí la sota de bastos y por allí el caballero de espadas. Y así fue desde entonces. No te rías que es verdad. A cualquiera le puede pasar. Pero ahí también comenzaron mis problemas. Una noche llegué vestida como Scheherezada a un concurso transformista en Santa Marta y un tipo se me quedó mirando un rato y yo amoscada, hasta que me dijo, Yo te conozco. Mierda, pensé, se me olvidó ponerme el velo. Yo te conozco, tú eres el que maneja una Kenworth. Y lo dijo duro como para que todos lo oyeran y desde ahí comenzaron a llamarme Miss Kenworth. Y lo que debió ser un halago se tornó en oprobio para mí. Pero nada, adoro esa carroza toda guarra y engallada como yo, princesa azul turquesa volando desafiante y elegantosa por las trochas enfangadas de esta platanera, diva de las autopistas, nuestra señora de los camioneros, madre mía de las trochas, protectora de los migrantes, guarida de los desarrapados. No me digas que no la has visto pasar y no has sentido envidia de sus seiscientos caballos, sus frenos de trece mil libras, los faldones laterales debajito de las puertas con escalones cromados y la tapicería toda diamantinada de la cabina y el camarote alfombrado, la cama de dos metros por sesenta con sus sabanitas rosadas de algodón egipcio de cuatrocientos hilos y la colcha de felpita que me arrulla en las noches largas de las veredas más oscuras y abandonadas. Aunque no me quejo, para nada. Compañía no me falta y hasta me doy el lujo de desdeñar uno que otro que no me cuadre. Ni mujeres, que a mí me va bien lo uno y lo otro, soy cincuenta y cincuenta, fifty-fifty, o para decirlo como si fuera un vulgar volquetero, me gustan de res y de marrano. Porque anda por ahí mucho ignorante que cree que por vestirme a lo Scarlett O’Hara una es una pobre loca redomada que solo vive para mamar vergas. Confunden el culo con las témporas. Una cosa es andar detrás de un macho, desesperada como mi madre, y otra es sentirse una mujer hecha y derecha, aunque se vaya vestida de camionero y guste de tirar con quien le dé a una la puta gana. Como yo.

Te voy a dar un consejo y te lo voy a dar gratis porque eres mi hermana. Primero eres, después te llamas. Personalidad, ante todo, niña. Yo no sé por qué la gente deja que le pongan un nombre y ya. Una debería tener un nombre para cada día o para cada estado de ánimo. Yo, por ejemplo. Cuando me siento cerril y corajuda digo que me llamo Chavela Vargas, pero si en cambio me siento luminosa y sensual me presento como Shakira Isabel Mebarak, o cuando me transfiguro en toda una princesa me hago llamar Lady Dayana, y para la mierda la que no me llame así. En fin, si el día no da para más y me toca ser bien mala y perrear a la lata cual bichota renegada hago que me llamen Karol G, y punto. Es que los nombres deben ser sonoros, rechinantes, como un chasquido de personalidad en el oído, algo que te preceda y te haga honor. Esto lo digo porque yo misma me he puesto a cavilar largamente en el asunto durante mis paseos en carroza. La carretera y la soledad de una cabrilla como una compañía aguzan el pensamiento y dan tiempo para reflexionar cosas que el resto de los mortales desdeñan por banales. Pero yo no.

Cuando era joven, nunca me olvido, fue en el 2010, me inscribí para el Concurso Miss Colombia Transformista Gay. Como sabes, desde entonces no he perdido uno solo. Por aquel entonces, novata y tiernita, mi problema más serio fue escoger un nombre. Como soy de las que no toma las cosas a la ligera me senté toda una semana y escribí y escribí cientos de nombres, y como decía la Churrasca, me dieron las altas horas consultando diccionarios, libritos, epistolarios y formularios de amor, hasta que al borde de la locura decidí seguir el mismo método de los concursos de belleza: escoger los nombres finalistas e inclinarme por el que más me gustara de todos para participar en ese concurso en el que, tú las oíste, ya soy leyenda y por eso, esa mano de locas cayeron pavoroseadas al verme la presencia, la voz, el mando. Bueno, amigas, papel y lápiz. Adivinen, ¿qué nombres fueron los nominados por la diva de las carreteras, Miss Kenworth, para la elección y coronación de Miss Colombia Transformista Gay 2010? La primera finalista fue Wendy Paola. Sobre ese nombre hay que decir que aunque un tanto vulgar y común en los estratos bajos, es sonoro, atractivo, impactante y representativo del acento popular, por lo tanto, queda para la consideración. El siguiente nombre escogido fue Lady Dayana, la reina de corazones. Su nombre se puede escribir de mil maneras Lady Di, Leidy Dayana, Lady Diane, o como suene y sienta quien la escoja. Su mera enunciación tendrá un lugar de ensueño entre los nombres de toda mujer que se respete y no importa la lengua, el país o la raza siempre reinará entre nosotras. La tercera finalista, Nayibe, nombre sonoro, de evocaciones árabes, menos popular que Shakira, pero sí más exclusivo y usado en los shows transformistas, no solo en nuestro país sino allende las fronteras. Además, si comenzamos eligiendo en este ramillete a una Shakira tendríamos que escoger una Madona y luego una Britney Spears y así nos iríamos por el desbarrancadero del lugar común. Originalidad, ante todo. Nos aproximamos a la cuarta finalista. La escogida fue, como olvidar, Chantal, nombre de origen francés, el idioma del amor, que representa lo que hay en ella de suave, cordial, sagaz, emotiva, amable y condescendiente. Sin embargo, conocí una loca caricortada que se llamaba así y no quise dar lugar a equívocos. Qué pesar, con lo que me gustaba ese nombre. Finalmente, la última, la más esperada, la escogida. Señoras y Señores, demos la bienvenida al nombre elegido para ser ostentado en el concurso Miss Colombia Transformista Gay 2010. Con ustedes, Oriana Fallaci. Nombre italiano de acento intenso y evocaciones florentinas que significa hecha de oro, pero también hecha para el arte y el amor. Debo confesar que me enamoré de este nombre y de la periodista, una mujer regia y bastante brava (me pregunto si sabría manejar camiones, como yo). Claro que manejar camiones de seis ejes, veintidós llantas y doce cambios y veinte metros de largo es una friolera comparado con las dificultades que hay para limpiarse las manos, la cara, suavizar el acento, borrar toda huella de sudor y aceite y convertirse lentamente en una mujer de rostro gitano y aceituno, mirada felina e indescifrable, una mujer, una maja, una diva, una vedette, escoger la canción, el maquillaje, el vestido, el papel crepé y las alas desplegadas, las guirnaldas, las plumas y las flores. A la final solo nervios y abanicos. Pero sobre todo nervios. Hoy puedo mirar atrás sin sonrojarme y verme en mi primera presentación. Fue en San Alberto, más o menos cerquita de Aguachica. No quería exponerme a que me descubrieran y me botaran del pueblo. La canción que escogí para aquella ocasión fue «Soy rebelde» y el ajuar me lo prestó una amiga retirada. Ni qué te cuento. El vestido me quedaba grande, las mangas eran de boleros deshilachados, la falda estaba desteñida y las lentejuelas se le habían desprendido casi todas. Además, como soy grande (sí, claro, tengo estampa camioneril, qué le hacemos) en aquella cancioncita de terciopelo, la voz de quinceañera incomprendida me quedaba ridícula. Todas se reían malévolas. Pensé en retirarme, pero una veterana de voz cascada y piel de pergamino me dio un consejo de oro. Lo que tú tienes que hacer es conseguirte una modista propia y aprenderte las canciones de Lola Flores o de Rocío Jurado, que son de mejor recibo entre locas sufridas y abandonadas y le quedan mejor a tu pinta y tu tono de voz. Y ese fue el principio de mi carrera de éxitos. Pero el camino no está tapizado de rosas, también las espinas cuentan. Qué tal las veces que me ha tocado salir corriendo de los pueblos porque nos echaron la policía o la vez aquella en que llegaron los paracos a San Antero. Mientras nosotras estábamos en una rumba a la salida del pueblo, los milicos esos andaban con soldados por ahí cerquita matando al que se les atravesara y venían para donde nosotras estábamos holgazaneando. El país se derrumba y nosotras de rumba. Qué vergüenza. Pero la vida primero, y a correr, dijimos las locas. Nos volamos con la ropa que teníamos puesta, que ya sentíamos los tiros a metros de la discoteca. Una, Laiza Mineli Ladino se llamaba, estaba tan trabada y borracha que no creyó fuera verdad y se bajó la malla y apuntó el culo hacia afuera y gritaba, «Cuántos son a ver si me entran», y la ensartaron a ella de primera. Para colmo de desgracias era luna llena y la pedrería y las lentejuelas daban visos y los hombres que venían detrás nos disparaban sin compasión. Se rezagaban las más viejas, y me acuerdo clarito de que esa vez se nos fueron del combo dos locas entre biches y catanas. Carmen Miranda, porque tanto maquillaje, tanta crema y rímel le bajaban a chorros y le lloraban los ojos y se tropezaba cada tanto hasta que cayó cuan gorda era y la encendieron a plomo y allí quedó tendida la pobre vieja. Otra fue una amiga de Bolombolo, arrugada y seca como uva pasa, Lupita Ferrer, que siempre tuvo problemas con la cadera y cuando salía a pasarela disimulaba muy bien la cojera sacando el culo para un lado. Es verdad que ganó puntos por aquella treta, pero a la hora de correr a la pobre renca no le alcanzó el resorte y se cansó facilito. Nunca la encontraron. Dicen que la tiraron al río Cauca. A mí me tocó sacar a casi todas del pueblo. Tenía la Kenworth guardada ahí cerquita y por fortuna las pude camuflar bien atrás entre unos bananos y unos muebles que debía llevar al otro día para Montería. Algunas ni me dieron las gracias. Perras y desagradecidas, con la ropa destrozada, la lengua afuera, sudando como yeguas, orinándose de miedo de que un paraco les metiera una bayoneta entre el culo y no me lo agradecieron. Ver para creer.

Ya lo pasado pasó, no me interesa. Vamos a los consejos que hoy estoy regalada. Hermana, no tomes nada a la ligera. Participar en un concurso es una obligación y un honor. La que no quiera exhibir sus atributos y someterse a la mirada a veces cruel, a veces envidiosa, a veces desconsiderada del público o del jurado, que escoja otra cosa. Se requiere sacrificio, preparación, dedicación, horas de ensayo y pasarela y conocer la psicología, el fondo del alma humana. Debes elegir muy bien la indumentaria, el maquillaje, la canción y lo que se va a responder cuando se te pregunte. Nada de esas babosadas de las señoritas, las de los concursos de belleza. Pobres reques, traspasadas por cicatrices, lo único que les sobresale es el derrier más grande que el culo de una vendedora de chontaduro y las tetas como globos terráqueos.

En cambio, el cerebro es liso, lisito, planito, sin una raya. Yo conocí una que dijo que en caso de una guerra nuclear si tuviera que escoger una pareja para preservar y multiplicar la especie humana, escogería al Papa Juan Pablo II y a la madre Teresa de Calcuta. ¿Por qué mejor no dicen cuando les pregunten, Lo que pasa es que yo soy boba y ya? Punto. La inteligencia no es obligación, mi querida. Ahora, a todas estas te preguntarás: ¿Qué atributos tiene en cuenta el jurado calificador en un concurso transformista? Te los voy a confesar. Toma nota. Primero, la apariencia. No me malentiendas. Quiero decir, la primera impresión es la que vale. Una Miss, una vedette no lo es solo por sus curvas o su voz. Es el aura, es su presencia que lo llena todo. También cuenta la gracia en el rostro y muy importante, el acondicionamiento de la peluca. Nada hay que desdiga más de una reina transformista que una peluca mal puesta, o de colores distintos o muy usada. Después viene el traje de gala y por supuesto, mi amor, el traje típico del país que vas a representar. Debes saber que no es lo mismo ser una reina de figurín que una reina transformista, ni Miss Estados Unidos en un concurso de estos que ser Miss Samoa o Miss Camboya. Artificio y teatralidad, querida. No lo tomes por imposible y creas que es un despropósito. En noventa-sesenta-noventa cabe cualquiera y los moldes ya vienen hechos. Lo meritorio, lo duro es meter en esos mismos trajes hombres con cuerpos dispares, rellenitos, piernones, vergones, güevones y parecer una auténtica japonesita de piel de durazno y caminadito de felpa. Mírame bien, Adel, mírame a mí. Chofer y transformista. ¿Qué ves? Una reina, mija. Una diva regia. Ahora, el último detalle, aunque último no significa que sea menor, no, muchacha. Te hablo del maquillaje. A mí, la verdad me vuela el bloque. Es muy largo, dispendioso, difícil, te cae en un ojo una puntica de rímel y te comienza a arder justo en mitad del escenario y sin que lo puedas evitar comienzas a llorar como una Magdalena o de pronto se te fue la mano en la base y con el calor que hace en ciertos pueblos donde el aire acondicionado no existe te pones a sudar peor que jamona bogotana en las playas de Bocagrande. Quiero que me perdones por hablar solo de mí. Te lo juro, Adel, que cuando acabe este concurso y sea la ganadora absoluta de este, mi último concurso, que ya me quiero retirar porque hasta la belleza cansa, mi querida, te voy a dedicar más tiempo. Primero, me contarás con detalle cómo te volaste de Urueña, cómo pudiste escapar de la tiranía de la zorra putarrona de tu madre y me viniste a buscar sin que me conocieras, hermanita, apenas por la fama y el nombre. Dime, ¿es verdad? ¿Mi fama vuela de boca en boca, como dicen? Ya lo sabía, pero es bueno oírlo una y mil veces. Ven arrímate más. Te juro que cuando pasen estos agites y termine mi reinado te llevaré conmigo en mi carruaje, te cambiaré de nombre e irás allí donde yo vaya para que heredes mi dignidad y mi cetro. Mientras tanto, arrodíllate aquí conmigo para que recemos. ¿Lista? Repite pues, Adel de mi alma: Virgen del Carmen, patrona de los muleros, camioneros, buseteros, furgoneros, navegantes, ferroviarios, te pido por vuestros méritos y los de tu hijo que pueda ganar este concurso Miss Colombia Transformista Gay 2020 para que otra vez yo, Miss Kenworth, la mejor, la única, la insigne, la eterna, la diosa de la cabrilla y el volante pueda ostentar tal galardón. Si así es tu voluntad yo misma cada vez que llegue a un pueblo iré con mi camión, lo parquearé frente a la iglesia y de rodillas ante tu altar pondré una ofrenda de gladiolos blancos y escapularios marrones en señal de gratitud y devoción y cada 16 de julio llueva, truene o relampaguee oirás mi bocina atronar el aire de estas calles para celebrar tu nombre por siempre jamás hasta que ya no me pueda mover de lo artrítica que esté y nadie sepa la diva camionera que un día fui. Amén. Adel, Adela, Adelita,abrázame, hermanita de mi alma recuperada, dame tu mano y recemos que llegó la hora, míralos, ahí vienen los del jurado. Ya llegaron. Susurra mi nombre, hermana, que es de buena suerte.

La vida que nos merecemos

Gustavo López Ramírez

Jaravela Editores. Colección: Nébula

Manizales, Colombia

Abril de 2025

ISBN: 9786289655155

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  • Aranzazu, Caldas. médico anestesiólogo, escritor. Ha publicado De cómo Johny el leproso se anticipó a la muerte (2011); Los dormidos y los muertos (2018); La vida que nos merecemos (2025). Actualmente prepara la novela La obtusa marginal.

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Directora Adriana Villegas Botero