“Prestar” la novia
La primera de esas escenas te parece reveladora: era la primera vez, dieciséis años atrás, que decidiste que las cosas no se hacían como deberían, y te dijiste, recostado en un pasamanos y con la vista puesta en la panorámica que se ofrece desde el barrio Alto Prado, que algún día intentarías algo revolucionario.
Habías, sencillamente, ‘prestado’ tu novia a tus amigos —¿o al contrario, ella te había prestado a ti?— y al día siguiente ellos te conminaron a terminarle, a raíz, dijeron, de esa traición, de esa traición consentida.
Liceth, se llamaba. Aparte de su pelo, fueron sobre todo sus pequeños pero bonitos pechos los que captaban tu atención. Presentaban aire de recién desarrollados. Te había escrito una carta, tu primera carta, en una hoja de cuaderno Jean Book tachonada con medialunas a borde de renglón y rodeadas las márgenes con emoticones como los que se usan hoy en los chats, pero dibujados a puño, en tinta negra. Presumías que era tinta de lapicero Kilométrico, según el olor todavía fresco de la caligrafía, que casi atravesaba la hoja. Te gustaba chupar tinta de lapiceros, en especial de los micropunta Pelíkano, muy dulces. La de los marca Bic eran demasiado espesos y la de los Kilométrico muy ácidos; para desmanchar la lengua debías restregar bien con piedra pómez.
En la cartita ella te pedía el cuadre, como se le llamaba a la solicitud de noviazgo por entonces, y tú le mandaste a decir con su prima, la emisaria, que había llegado a quedarse unos días en su casa, que bueno, que claro, que cómo no. Y te palpitaron las venas y sentiste asuntos en el estómago semejantes a un rojo luminiscente. Lo asumiste como el amor.
Pero te amilanabas ante la idea de hacer tu primera visita de novio, de estar solo con ella. De que ese brillo te fosilizara como a quien mira a los ojos a la Medusa. Tenías doce años, y solo la veías cuando ibas a visitarla con amigos, o cuando pasaba subiendo la pendiente hacia su apartamento en el bloque B mientras tú jugabas al metegol en la cancha del barrio.
Te sentabas en las gradas de la cancha con Felipe Poison, Arete y Julián, tus tres primeros amigos de Villacarmenza. Te enterarías décadas después de que el nombre femenino del barrio se debía al de la esposa del político que ejecutó la urbanización. Encontrabas didáctico que en tu país te midieran según la gradación de estratos del uno al seis. Te sabías del tres, según decían en casa, y jugabas a adivinar el de los demás. El barrio te parecía señorial, señorial estrato tres, tal vez por las fachadas de las casas ancladas al piso oblicuo, como la prenda que cae suelta. Señorial por la feminidad de la palabra urbanización, de las palabras falda, cuesta, rampa. Te la pasabas casi todo el día en esa cancha, sobre la cima de una colina que volvía a bajar para conectar con la parte posterior del barrio.
Celebrabas el elevarse y caer de bolsas de plástico y el que se formaran torbellinos de basura con frecuencia. Ingresabas a esas espirales como quien entra a un pogo de metal. Te gustaban especialmente las bolsas de rayas azules y blancas, como la camisa de Batistuta, el crack albiceleste. En tu concepto tener amigos estaba bien, así como contemplar objetos al paso o cuerpos de determinadas personas. La pasabas bien en esa cancha mirando cómo hablaban ellos, intentar parecerte en algunas cosas, y pasar el rato. Por supuesto que evitabas cruzar las piernas, aunque te pareciera cómodo, pues ellos decían que no era una posición muy masculina, que estaba mal.
Felipe Poison, Arete y Julián tenían edades contemporáneas. Julián y Arete eran hermanos, pero no se parecían. A ti te parecía bonito Julián, pero te habían dicho que tal palabra no se podía decir de otro niño. Nunca congeniaste con esta ley pero la acataste para armonizar con la vida corriente. La verdad era que, de los tres, solo lo imaginabas a él bajo el chorro de la ducha, no a los otros.
A veces Julián te descubría en tu oficio de desnudador imaginario.
—¿Qué tanto me mira? —te preguntó un día.
—Eh, nada —respondiste, aparentando seguridad.
—No me haga caso, ja, es por molestar. Uno es libre de mirar donde quiera —sonrió, con lo cual recobró automáticamente su desnudez.
Además del microfútbol, te gustaba jugar al pico botella por inventiva de Felipe Poison. Las amigas de uno y otros apartamentos siempre aceptaban el jueguito. Admirabas la verbosidad de Poison, tan opuesta a tu condición timorata. Incluso llegó a lograr que ya no se tuviera que girar la botella, sino que todos se turnaran para besarse, directamente. Aprobabas este atajo hacia los besos.
Esa tarde había sido propicia para tus intereses: estando con ellos tres en las gradas de la cancha —sin cruzar las piernas— se resolvió visitar a Liceth y a su prima. A ti te gustó la idea de ver a tu novia, a quien te daba miedo visitar y besar por cuenta propia y de quien recibías correspondencia cada tres días, en invariable hoja cuadriculada.
Llevabas dos semanas de noviazgo con ella. La relación se limitaba a recibo de cartas a través de su prima. Te gustaban los arabescos con que orlaba la hojita, cuyos bordes quemaba para darle apariencia ceremonial. La imaginabas doblada sobre sí, hundiendo la punta del bolígrafo, imprimiendo su caligrafía roma en el rayado cuadricular, sin salirse del renglón, pero ocupándolo todo, bien abriendo a cada tanto ranuras entre la mata de pelo que le llegaba al abdomen, bien llevándose un mechón —que volvía a deslizarse al instante— detrás de la oreja.
Llegaste con tus amigos a su puerta del segundo piso. Ellas recibieron la visita, risueñas. Andrea, recuerdas que se llamaba la prima. Entrelazaste los dedos de Liceth entre los tuyos, pero te daba pena besarla mientras tanto. Esperaste y en efecto Felipe Poison tomó la iniciativa, como siempre, de jugar a los besos por turnos, nosotros cuatro y ustedes dos. Pero debías, te propusieron, prestar a tu novia para no incurrir oficialmente en cuernos. Te dijeron que luego seguirías la relación sin novedad. Aceptaste gustoso: compartirías con alegría. Todos chupando piñita, tan contentos. Eso sí que era vida. Incluso pensaste en que podrían besarse intercalados y hombre con hombre y mujer con mujer, pero naturalmente no podías proponer tal cosa. Total, que tampoco te provocaba besar a Felipe Poison y su bozo incipiente, de lulo, bozo Frida Khalo, en cambio sí a Julián, a Arete, a Liceth y a su prima Andrea. Alrededor del pasillo, en varias ventanas del edificio en que aún permanecían algunos afiches de Samper presidente y pegatinas de Footix, la mascota del mundial de Francia 98, entreveías algunas cabezas fisgoneando entre ropa colgada.
Pasaste a hacer la fila. Los turnos se movían rápido. Probaste los labios de Liceth y los de su prima. La prima se untaba un poco de crema dental Kolinos antes de cada ronda de besos, lo cual te entró en gusto, aunque a ellos no tanto, como comentarían después en las gradas de la cancha. De nuevo habías besado por iniciativa de Felipe Poison. Pensabas que era bueno usufructuar su genio. Creías que la vida sería mejor si no temieras hablarles a las personas que te atraían. Saliste airoso hacia la cancha, el brillo interior por efecto de los besos tan intacto como tu noviazgo, o al menos eso pensabas.
Pero al siguiente día, una vez llegaste a jugar cancha a cancha con tu pelota Mikasa de polígonos descascarados, recibiste la exhortación de terminar la relación. Tus tres amigos habían deliberado sobre la jornada de besos del día anterior, sobre el préstamo al que accediste. Dictaminaron que eso no se hacía, que qué bruto tú, que qué perra ella, que no habías debido aceptar el trato, que las novias no se prestan, que háyase visto. La palabra perra te disgustó. No entendiste qué había de malo en compartir, en ser perras o perros o lo que sea, si a fin de cuentas se lo pasaba bien. Habían dicho que iban a hacer como si nada e incumplieron. No entendiste por qué debías terminar con Liceth. Aún hoy no lo entiendes. Pero lo hiciste. Era obligatorio, como la misa los domingos, a la que menos mal Madre no te obligaba a ir, como sí a ellos las suyas, pero ibas para ver personas bellas, como el padre Rodrigo y la rubia de los Converse azules.
Así que le mandaste la razón a Liceth con su prima cuando pasó por la cancha en chanclas de meter el dedo —portadora de una coca plástica— y en pugna por alcanzar al mazamorrero que empujaba su carrito sobre la cuesta.

Los sexualizadores
Carlos Mario Vallejo Trujillo
Escarabajo editorial
Bogotá
2024
152 páginas