El canto de los grillos me rodeaba, era el mes de abril, el que defiende las flores de la sequía; esperé más de lo imaginado y como dos horas después llegó Javier. Me abordó en un jeep Willys gris; solo íbamos tres personas, incluido el conductor. El chofer tomó la vía directamente a Pereira; como estaba cansada por la larga espera de pie, me quedé dormida rápidamente y perdí el rastro del camino por donde íbamos. De repente, me despertó una conversación que sostenían varios hombres con Javier. El conductor tenía apagado el vehículo, ellos estaban fuera, fumando cigarrillo; cuando descubrió que yo estaba despierta, abrió la puerta del vehículo, me ofreció una gaseosa y me pidió que me bajara del carro para presentarme unos compañeros de faena, así los describió en ese instante.
—¿Qué hora es? —pregunté.
Respondieron en coro:
—Aún es muy temprano, son las once de la noche.
En cuestión de minutos nos despedimos y hubo cambio de plan porque un hombre de unos cuarenta años era quien daba las órdenes desde ese momento. Lo llamaban Tomás; cuando lo vi, llegué a pensar que era el agregado de la finca donde iba a trabajar. Todos le rendían cierta reverencia; le ordenó a Javier que inmediatamente tomáramos la flota porque se acercaba la hora de salida del último bus y podrían agotarse los tiquetes. Sin más preámbulos, nos despedimos, con apretón de mano de ellos hacia mí, todos confianzudos y coquetos, pero el hombre mayor me abrazó y me dio un beso cerca a la boca, me pregunto la edad y le respondí con cierta perplejidad por el exceso de confianza que había tenido conmigo acabando de conocerme. Tan atrevido, pero supe disimular.
Cuando ingresan nuevas mujeres a las filas, los guerrilleros piensan que es una oportunidad o una esperanza para los que no tienen mujer. Con sarcasmo hablaban de “carne fresca” en el campamento. Dado que Javier no había mencionado a dónde íbamos, se me ocurrió preguntarle por qué me había dicho que era muy cerca de Pereira, y me respondió que era una sorpresa que me tenían. Viajamos dos noches y un día completo; solo paramos a comer tres veces.
Eran como las tres de la mañana y se sentía cierta zozobra en los pasajeros porque por momentos el chofer perdía el control sobre el bus y parecía que se fuera a volcar. De repente, Javier le pidió al conductor parar en la siguiente curva y con un guiño me dijo que nos quedaríamos ahí.
Al bajarnos del bus, Javier esperó unos minutos a que la flota se alejara de nosotros, dando tiempo para que se perdiera el rastro nuestro. Caminamos unos dos kilómetros por un camino estrecho y enmalezado, y de repente nos encontramos con varios hombres y otras dos jóvenes cercanas a mi edad, que estaban esperándonos y nos indicaron que los siguiéramos. Al minuto nos estábamos escurriendo como una serpiente selva adentro, descendíamos y subíamos, casi todo era territorio faldudo. En el trayecto encontramos una finca en medio del camino, selva adentro, un poco escondida. Como todos íbamos muy cansados, un hombre, el mayor del grupo, mencionó que pasaríamos allí lo que faltaba para amanecer, así descansaríamos un buen rato.
—Póngase esto —me dijo Javier, extendiéndome el camuflado y unas botas.
Yo lo miré. Primero el uniforme. Luego sus ojos. Algo no encajaba.
—¿Y esto para qué?
—Va a estar más cómoda. El camino es largo hasta donde está la columna —dijo sin mirarme ni explicar nada—. Allá nos están esperando.
¿Columna? ¿Qué columna?
Abrí la boca, pero no dije nada. Me sentí una estúpida. Una niña que no vio venir el golpe.
La garganta se me cerró. El aire me sabía a tierra seca.
¿Dónde estoy? ¿Qué es esto? ¿Qué fue lo que hice?
Quise devolverme. Gritar. Decirle a Javier que me llevara de vuelta, que eso no era lo que habíamos hablado. Pero él ya se iba.
Ni se despidió.
—¿Y ahora qué hago? —me dije, apenas en un susurro, con el uniforme en las manos.
Temblaba. El estómago me daba vueltas. Una náusea me apretaba el pecho. El sudor me escurría por la espalda, frío, espeso, como si el miedo se hubiera vuelto líquido.
Me cambié la ropa como en automático. Las manos no me respondían bien. Las botas me quedaban grandes, pero eso era lo de menos. Nada me quedaba. Nada era mío. Ni el cuerpo. Ni el día. Ni el futuro.
Me engañaron. No era una finca. No era un trabajo. Es la guerra.
Me miré desde afuera. Vestida de camuflado. Parecía otra.
No, parecía nadie.
Solo una más entre tantos.
Una sombra con cara de niña.
—¿Y si me escapo? ¿Y si corro?
Pero ¿para dónde? No sabía ni en qué punto del mapa estaba.
¿Y si me matan?
El miedo me reventó por dentro. Como si mi cuerpo estuviera lleno de vidrio y alguien lo hubiera dejado caer contra el suelo.
—Tenés que aguantar, Aracely —me dije sin voz—. Hacete la fuerte. Fingí. Fingí hasta que encuentres cómo salir.
Entonces recordé los árboles del jardín de mi infancia, esos que no se dejan llevar por el viento. Quise parecer montaña. Pero por dentro era barro.
Una chica se me acercó.
—Me llamo Helena —dijo, como si con eso bastara para hacerme sentir segura.
Asentí, sin fuerzas para hablar.
—¿Ese era Javier? —le pregunté al rato, porque no aguantaba quedarme callada del todo.
—Sí. Él está en movimiento permanente. Muy de confianza. Lleva nueve años en la causa. Entró a los catorce.
Catorce.
Como yo cuando creí que lo peor ya había pasado.
No lo miré más. No dije nada más. Por dentro gritaba.
¿Por qué nadie me espera al otro lado? ¿Por qué siempre soy la que se queda?
Y esa noche, cuando cayó el silencio en medio del monte, solo tuve una certeza:
Esta vez, el abandono era con fusil.
No sabía en qué parte del mapa estaba, pero sentía que lo había perdido todo.
Entonces pensé en la profe Gloria Esperanza. En su voz dulce, que decía que Colombia siempre ha estado en guerra. Que desde hace más de cien años la gente se mata por política, por tierras, por odio.
No me acuerdo de todas las fechas, solo que hubo una guerra larguísima que le decían la de los Mil Días, y que también firmaron un acuerdo para que se acabara.
¿Y si todo eso no sirvió de nada?
Pensar en eso aquí me da miedo.
Como si nada cambiara.
Como si esta historia ya estuviera escrita desde antes.
Como si yo solo estuviera repitiendo un libreto que otros decidieron para mí.
Y me dolía el cuerpo, pero más el alma.
Por no haber sabido. Por no haber visto venir esta trampa.
Y porque allá lejos, en alguna casa, alguien debe estar planchando la ropa, cuidando a un niño, sirviendo un almuerzo sin saber que una niña como yo está vestida de camuflado en medio del monte, con miedo y sin salida.

La palabra miedo ya no me hace temblar
Luz Dary Gil Montealegre
Ediciones Tres Cantos (Pereira, Risaralda) Colección: Ingenium Naturae
Agosto de 2025
184 páginas
ISBN: 978-628-01-9599-5