Las estrellas alumbran el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino.
Y aún no es hora. Y habrá tiempo.
Olga Orozco
Mercedes nunca imaginó que se pudiera tocar el cielo desde la tierra, pero un día subió hasta él. Fue durante una excursión de su escuela. Primero escalaron a pie la empinada arenosa que separaba a La Cuchilla del Salado de la carretera principal. Al llegar allí, abordaron un bus y se movieron por una larga línea de pavimento agrietado; la vía se abría paso entre lomas empedradas y abismos con forma de boca. La neblina, un monstruo desdibujado, se comía los carros, las ramas, las montañas y los viajeros. Cuando por fin llegaron a Villa Pilar, el último barrio de Manizales, o el primero desde esta perspectiva, treparon más montañas, encabalgabas hasta Morrogacho —bautizado de ese modo por la silueta de su mandíbula—, donde había un monumento de aves prisioneras.
Había guacamayas y lechuzas, una gran variedad de gallinas, canarios, pericos y un papagayo muy viejo, con los ojos llenos de plagas, del que se enorgullecían los cuidadores porque se estaba muriendo desde que lo habían encontrado, pero seguía con vida. El grupo recorrió el carrusel de jaulas; niñas y niños estaban sorprendidos de encontrarse con los mismos animales que volaban con libertad en su vereda. Alguna preguntó qué delito habían cometido las aves, y la profesora se apresuró a explicar que no eran presas, sino refugiadas y que, en realidad, sus cuidadores les estaban salvando la vida.
Esa tarde Mercedes trató de controlar el silbido de sus fosas nasales, mientras hacía un esfuerzo por mantener los ojos abiertos. ¿El primer atardecer que veía en su vida podría ofrecerle alguna revelación? En su vereda hundida no se veían los movimientos del sol cuando se ponía a ras de la tierra. El sol era algo que siempre estaba en el cenit o escondido detrás de alguna montaña. Había sido invisible toda su vida, pero ahora podía mirar los ojos de aquella estrella.
Las aves lucían colores vivaces con el revestimiento de ese atardecer: unas se quedaron recogidas sobre una rama, en la soledad de los ojos cerrados; otras alzaron las plumas, en una especie de veneración. No podían volar: el encierro les había atrofiado las alas, pero podían hacer de cuenta que volaban mientras el cielo se vestía con plumas evanescentes y almendradas.
Durante el viaje de regreso todos comentaron sobre el tamaño del gallinazo, las raspaduras en el pico de la mirla y los ojos enfermos del papagayo. Mientras descendían hasta sus casas hablaban sobre el frío que respiraba el Morrogacho, el sabor del aire en esa giba de tierra que se inclina, el olor de los chorizos que se ahumaban en las parrillas de Chipre, el color de los algodones de azúcar en ese barrio ocupado por juegos y vendedores. Pero nadie habló con Mercedes sobre el milagro de aquel atardecer.
La Cuchilla del Salado quedaba en un valle pequeño al que se llegaba por la vía Manizales-La Cabaña-Tres Puertas. Se podría decir que la vereda estaba ubicada por debajo de la ciudad; escondida entre los paños del paisaje. El viajero corriente podía pasar de largo por la carretera principal sin siquiera notar la entrada de bastones metálicos, junto a una curva cualquiera, por donde se desprendía un camino destapado que desembocaba en La Cuchilla del Salado. Al abrir las hojas, se derramaba la cascada polvorienta; rompía el follaje y repartía las fincas cafeteras a lado y lado. Bajando por allí se observaban las casas de fachadas envejecidas, enmarcadas en jardines y balcones astillados, pasillos de madera antigua y plantas que se columpiaban de las vigas.
Volaban por allí los olores del sancocho paisa y de las arepas calientes, el polen de los guayacanes amarillos, las verrugas de los balsos y las varitas de los carboneros y los dientes de león. En el suelo empinado rodaban las piedras y las frutas de los madroños; de vez en cuando se escapaba un balón. En los patios, casi todos delimitados con cercas, la ropa se izaba en los tendederos, las gallinas picoteaban el suelo de las jaulas, los perros saltaban libres, los cerdos ensuciaban los corrales y los caballos se paseaban en busca de yerba.
El largo camino bajaba hasta la plaza principal, donde estaban la iglesia, el hospital, las tiendas y las tabernas reunidos en torno a un pentágono encementado. La fuente estaba rota y permanecía seca, allí niñas y niños jugaban con las canicas, las mujeres regurgitaban los chismes y los muchachos se congregaban para cultivar bromas tontas. Todo el día se ensuciaba de voces aquella plaza, hasta que el calor secaba las bocas. En ese clima fecundo de bichos y bochornos, el aserrín del café y sus vapores volaban libres desde matorrales y depósitos, y se paseaban discretos, haciendo la ronda por La Cuchilla del Salado.
El camino que enlazaba la carretera principal con la plaza era bastante empinado; no todos los carros tenían los caballos de fuerza que se requerían para subir por allí; y no todos los conductores tenían la pericia para vencer la ley de la gravedad. Cuando un carro se quedaba colgado, aparecía una comitiva de hombres para empujarlo, con las caras envueltas en pañuelos rojos, que florecían bajo el capul de los sombreros, y los torsos cubiertos de arena y sudor. Embestían el vehículo mientras las llantas rodaban sobre un mismo punto como yoyos vencidos. El polvo se levantaba de las patas del carro y engrosaba la capa de tierra que los vecinos siempre tenían consigo. Al cabo de un rato de friega, engarzaban el vehículo en la carretera principal y bajaban, victoriosos, hasta la plaza. Las cervezas se mecían sobre las mesas de la taberna.
El camino que servía de cordón umbilical entre La Cuchilla del Salado y el resto del mundo era una vena en estado salvaje por la que se movían sobre todo jinetes a bordo de caballos robustos, que en unas pocas zancadas conquistaban la cima y, cuando bajaban, se abstenían de hacerlo con ímpetu, más bien movían las patas con elegancia y determinación.
Cuando el grupo de Mercedes regresó de Manizales, el bus depositó a niñas y niños a un lado de la carretera y estos empezaron a caminar por ese río de piedras hacia La Cuchilla del Salado. Hacer el recorrido inverso los ponía en perspectiva: ahora iban hacia abajo y era como adentrarse en la tierra. Ya era de noche; las sombras de los árboles dibujaban siluetas de ratas y reptiles. Mercedes se encontró con su primo; él estaba esperándola en medio del polvo de la penumbra, con una yegua prestada.
—Tiene que echar el cuerpo hacia atrás —le dijo cuando le entregó el ramal.
Pero ella no le hizo mucho caso y tomó impulso. Los corazones de la niña y de la yegua no estaban en sincronía; la equina avanzaba y se resbalaba por las piedras; la humana no construía una postura firme. Las dos fueron cayendo por allí, dentro de la propia caída. El primo iba atrás, bañado por los avisperos de arena. Dos jeeps que subían cubrieron a la yegua y a los niños con nubarrones de polvo. Las piernas de Mercedes se fueron haciendo grisáceas, ratonas, sucias, oscuras. Rojas cuando entró en la casa, con moretones y raspones a causa de la caída. Se cayó de la yegua cuando llegaron al patio. Ya se estaba bajando, pero la animal todavía estaba nerviosa y empujó a la jinete inexperta, que perdió el equilibrio.
—¿Qué le pasó, mija? —dijo la tía: —Usted ya no es una niña pa que ande con esas mañas. Vaya, échese Isodine.
Mercedes vivía con sus tíos y su primo en una finca que no tenía nombre. El tío decía que se llamaba igual que ella, pero como no tenía letrero en ninguna parte, los vecinos la conocían como «la finca de los tíos».
Después del viaje a Manizales, adonde no había ido nunca, Mercedes hizo un nuevo ritual: cada día acudía a las seis de la tarde a la terraza de pergamino, donde los granos de café se descascaraban con el calor natural, y allí se sentaba y hacía el recorrido en su mente, desde el atardecer de Morrogacho, con sus pájaros enjaulados, hasta el fondo de la geografía, donde quedaba La Cuchilla del Salado.
Le resultaba fascinante esta sensación de hundimiento.
Entonces, comenzaba a sentir el cuerpo pesado, adherido al cemento. El mundo a su alrededor se movía como un caucho; se estiraba, la llevaba por los bordes de la bóveda celeste; se estrechaba, la depositaba de nuevo en la terraza levantada dentro de lo hundido. En aquella ensoñación, escuchaba a su tía, que la llamaba con insistencia para que la ayudara con el oficio. No es que no pudiera ponerse de pie; más bien era que «no le apetecía», para usar esas palabras que tanto detestaba su tía, justamente.
—No. Gracias, tía. No me apetece —le dijo Mercedes la primera vez que hablaron de hacerle una fiesta de quince años. Pero en lugar de ponerse brava por el desaire, la tía le dio una simple sugerencia:
—Mija, ¿usted por qué no habla normal, como nosotros? —Luego sorbió de la taza y la puso en el piso. No tenían comedor. Los trastos se les caían y se quebraban, rajaban, ampollaban; se les amputaba una oreja, un pedazo de la base; se despicaban en el borde, se rayaban, pelaban, agrietaban… Pero la tía jamás los echaba a la caneca; usaba los pedazos para hacer mosaicos con los que primero cubrió las materas. Cuando ya no tuvo más para maquillar se fue para el muro sobre el que estaba la reja que rodeaba la finca. Cuando no le alcanzaron con los trastos de la casa, empezó a recibir la loza quebrada de los vecinos. Pegaba los retazos con un engrudo potente, hecho a base de harina y agua. Acumulaba su colección de basura en el entrepiso, ese espacio infernal que quedaba entre el piso de la casa y el piso del mundo. Cuando estaba más pequeña, Mercedes tenía la sensación de que allí adentro había espíritus sombra que se movían por todos lados.
—Son chuchas —le decía el tío, y ella no le creyó hasta que una vez atraparon una, justo cuando ya había hecho madriguera y estaba grande como una marrana.
—Está preñada esa hijueputa —dijo la tía.
Mercedes se quedó pensando en que esa chucha iba a tener sus críos ahí debajo de ellos, mientras ella y el primo veían televisión y el tío revisaba las cuentas; mientras el perro movía las orejas para espantar a los moscos y la tía tejía carpetas de croché para reemplazar las que había tejido el año anterior.
Tal vez la chucha iba a parir a sus chuchitas ahí debajo de ellos, en silencio, con cierto desasosiego en su corazón de chucha con el que pedía que no la mataran. Pero la mataron, aunque le habían prometido a Mercedes que no lo iban a hacer, y desde entonces ella no creía en nada.
Sabía que debajo de ellos corrían chuchas y cosas peores porque la mitad de la casa estaba sobre el precipicio y, aunque tuviera una fina estructura de base, como decía el tío, si en medio del sueño la montaña quería cambiar de posición, los colchones y la loza de esmalte blanco iban a acabar allá abajo en la plaza y ellos aún más hundidos de lo que estaban.
A un costado de la finca habían construido el cobertizo. En un tiempo, la familia llegó a tener tres caballos, pero los tuvieron que vender, y ahora solo tenían uno que mantenían con ellos por un acto de nostalgia: estaba enfermo y ya nadie podía montarse en él. Sin embargo, cuando temblaba allí, que no era frecuente, Mercedes pensaba que gracias a ese caballo la casa no iba a rodarse por el abismo, pero tampoco se la iba a llevar el viento. De vez en cuando lo peinaba, en agradecimiento por mantenerlos quietos; a veces fantaseaba con la idea de convertirse en una yegua: así tendría más posibilidades de huir, galopar y apretarse en la tierra. También lo sacaba del cobertizo y lo ponía a dar vueltas en el patio, donde cubría la tierra de patadas suaves y finas. Así fue como cada finca había obtenido un piso tan apretado que parecía de piedra. El tío decía que era como si ya le hubieran echado cemento.
—¿Qué es el cemento? —dijo el primo.
—Es como piedra líquida. Como una avena que luego se compacta —le dijo ella. Habían crecido juntos, explicándose la extrañeza que los envolvía.
El tío, al igual que el caballo, era viejo y flaco, como muerto de antemano. Los pliegues que llevaba en los dedos ya eran transparentes: cuando Mercedes lo tocaba le parecía que era un animal de agua. Estaba muy apegado a un perro viejo que siempre dormía a su lado y que estaba tan gordo que ya no se podía mover. Perro y amo encerrados en la quietud de la vejez. En sus días mozos había sido un trabajador devoto, de esos que se ponían en pie con los gallos y organizaba la siembra como haciendo planas en un tablero deforme; ahora tenía que contratar muchachos, a los que entrenaba en el arte hasta que pudieran comprar sus propias fincas. La de los tíos tenía un pequeño terreno horizontal donde se levantaba la construcción, detrás de esta se regaban las laderas de cafetos que se hinchaban y desvestían año tras año.
Conforme fue creciendo, los tíos le asignaron algunas tareas a Mercedes. Todos los días tenía que alimentar a las gallinas y a los cerdos, recoger los huevos y limpiar las heces. Hacía estas actividades antes de irse a la escuela; se levantaba temprano y, después de arreglarse, caminaba hasta los corrales, donde las aves calentaban a sus posibles hijos. Cuando Mercedes les repartía los granos, empezaban a cloquear, se levantaban de sus sillones de paja y caminaban hasta los comederos, con la cabeza anticipándose al cuerpo. Era el momento para recolectar los huevos en el canasto.
El turno de los cerdos llegaba cuando ya había amanecido y el sol alumbraba los paisajes. Mercedes les repartía el desayuno; les encantaba la melaza de caña servida con raíces y frutas. En su fiesta sonora, despertaban a los perezosos con las bocinas de sus hocicos. Acurrucada junto a la cerca maloliente, Mercedes les acariciaba el lomo para acallarlos mientras alzaba la cabeza para buscar al sol invisible, porque a diferencia de los cerdos, ella sí podía mirar al cielo.
Estas no eran sus únicas misiones. Durante los fines de semana se encargaba de la ropa, lavaba la loza y barría la casa y el patio. El primo, en cambio, prefería pasar el tiempo rodando llantas por la loma o robándose mangos de los árboles vecinos. Sin embargo, durante las cosechas los dos tenían que trabajar; antes de que brillara el sol estaban despiertos, tomándose el chocolate que les daría fuerzas para cargar las canastas que irían rellenando de bolitas rojas, haciendo el re-re.
Por las noches jugaban parqués, escondite y pirinola. El primo era un as en el juego y le gustaba soplar; se sabía el tablero de memoria.
—De aquí a aquí son siete; de aquí a aquí son cinco. Con cuatro llega al cielo —le dijo a Mercedes.
Pero esa noche ella no había podido llegar al cielo y más tarde la tía se presentó en el umbral de la pieza con un vestido envuelto en un plástico negro, no como si fuera una prenda para una adolescente que cumplía quince años, sino un cadáver que iban a botar al río. Era tan rosado que se veía sucio. A su nueva habitante le dejaba los senos encaramados, medio abiertos en el pecho, y una cordillera de gorditos apretados desde la axila hasta la cadera. La cara se le veía ancha, los cachetes le habían crecido. Tenía los brazos y los dedos manchados de parafina, naranja y límpido, y un bigote que la tía no le dejaba tocar porque decía que los pelos le crecerían más fuertes. Mercedes le hacía caso; «era la única madre que había estado al alcance de la mano», se decía.
—¿Usted sí sabe que cuando yo tenía quince años conocí a su tío?, ese mismo año nos fuimos a vivir juntos —le dijo la tía, mientras la miraba con carita de queja.
—El rosado es el color más feo del mundo —dijo Mercedes, mirándose las sandalias, que también eran rosadas y tenían un tacón de madera grueso.
Salió de la pieza en punticas para que los tacones no anunciaran su movimiento y corrió a subirse a la terraza de pergamino, donde se quitó los zapatos y los lanzó al barranco. Pero el primo, que estaba cerca, fue por ellos, los buscó unos minutos mientras Mercedes se reía. Después se los trajo.
—Póngaselos que se ve muy bonita —le dijo mientras rociaba unas pestañas largas: le caían de los ojos en diagonal, como arroyuelos tristes. Era un niño de piel gruesa y fija, como un músculo compacto, pelo retorcido en mechones oscuros y boca bien formada, de labios robustos y ensalivada de púrpura, con dientes desordenados que exprimían palabras amables.
—Qué va, si voy a verme como una mortadela —dijo Mercedes.
—Las mortadelas no brillan. —Se rio.
Un viento navegó sobre ellos. A Mercedes le dio la sensación de que se habían sentado ahí desde que ambos tenían uso de razón. Ya antes habían querido tocarse, pero nunca lo habían hecho. Al fin y al cabo, eran primos y él era tres años menor que ella. Tal vez, con doce años, él ni siquiera estaba en la adolescencia.
El día de la fiesta, la tía le puso a Mercedes unas sombras azules y le dio un colorete que había que sacar con la uña del dedo meñique. Los invitados fueron llegando y una de las señoras le dijo a la tía que por qué había dejado a la señorita tan pálida, así que le apretó los pulgares en los labios a la quinceañera y le frotó los cachetes.
Mercedes le había dicho a la tía que no quería regalos ni brindis ni esa ridícula calle de honor con hortensias. Pero la tía no le hizo caso y ahora bailaba el vals con el tío, que casi se iba de bruces sobre ella —estaba borracho— y las entrañas de la casa la amenazaban con su boca de chucha. La basura ofrecía un espectáculo espectral nuevo. Al observarlo, supo que esa ya no era su casa. Ahora ella era la chucha que engordaba como un parásito de pétalos rosados.
Cuando le hicieron la calle de honor no miró a nadie, solo miró hacia arriba, hacia el matorral que se levantaba sobre ellos en el calor desesperado de la tarde, recordándoles que vivían en una vereda donde el viento que llegaba ya no salía nunca. Imaginaba las jaulas de Morrogacho, con aves que, sin ser avestruces ni pingüinos, habían permanecido en la tierra: estaban lo más abajo que podían haber estado, como ella.
Cuando acabó la calle de honor se fue corriendo hasta el cuarto; tenía pensado meterse entre las cobijas y morderse para empollar la furia. Casi se le corta el corazón cuando vio a uno de sus vecinos ahí parado en la puerta.
—¿Su tía le dará permiso para que salgamos a dar una vuelta? —le dijo. Mercedes no pudo contestar, pero la sonrisa se le deformó en la boca como una flema. El silencio fue interrumpido por los ladridos de un perro pequeño, negro y alborotado—. ¿Sabe cómo le decimos a este?
—¿Es de su casa? —dijo Mercedes.
—Sí, llegó hace un par de meses apenas. Le decimos la Fiera. Es chiquito pero bravo. A veces se pierde durante días y llega como si nada, sin una sola mordida.
Un rato después, Mercedes y su vecino bajaban por la carretera con dirección a la plaza. La música de los grillos empezaba a burbujear, también las frutas silvestres que para ella tenían un canto, una especie de silbido.
Era embarazoso andar en tacones sobre las piedras.
Pasaron junto a la escuela y para Mercedes fue imposible no recordar la historia que los ataba con ese espacio. Adentro había cultivos de guayabas, naranjas, aguacates y mandarinas; cuando eran niños como de diez años, se trepaban a los árboles para robarse las frutas mientras se desafiaban mutuamente, señalándole al otro el tesoro que tenía que alcanzar. Más que destreza física se requería estupidez. En cierto punto, las ramas eran tan frágiles que se quebraban a la más mínima fuerza. Mercedes era delgada como una flor, pero maciza como una yegua. Tenía las manos callosas y el cuerpo empapado de adrenalina mientras exploraba las carreteras del árbol, moviéndose con osadía, tanto que una vez él la llamó «marimacha». Esta palabra destornilló algo de su corazón. Nunca volvió a treparse en los árboles; la ansiedad que le produjo la quietud la convirtió en comelona; cuando tuvo la menarquia su apetito ascendió y ella se tornó introvertida. Con el tiempo sacaron al vecino de la escuela; le llegó el turno de trabajar. Los amigos se alejaron estando tan cerca, pues las fincas quedaban una junto a la otra, pero a veces se veían en los balcones y Mercedes, avergonzada, hundía la mirada y se escondía.
Todo esto trajinaba en su cabeza cuando el vecino se detuvo y se acercó avivadamente. Mercedes casi ni sintió venir la sensación grasosa del nerviosismo y el pan húmedo del primer beso. Caminaron en silencio por los caminos de La Cuchilla del Salado hasta que llegó la noche, como siempre, sin que hubiera ningún tipo de atardecer.
—¿A usted la dejan tomar cerveza?
Mercedes ya la había probado, pero ahora le pareció una gaseosa amarga. Se sentaron en una piedra; después se movieron hasta un matorral que quedaba detrás de la iglesia. Pasó el rato, hablaron bobadas y las sombras se hicieron más maduras. La cerveza les latía en las gargantas. Él la tomó de la mano y se metieron por debajo de la construcción. Entre las vigas se les atravesaron telarañas, polillas, pasto seco, ladrillos, tarros perforados, ramas de árboles, todo aquello a lo cual Mercedes le había tenido miedo toda su vida: a meterse por debajo de una edificación que colgaba de una montaña. A sentirse como una chucha.
Llegaron a una primera línea de cafetales y bajaron, tanto que ella pensó que llegarían al infierno. Ni siquiera sabía que pudiera haber tanto mundo allá debajo de la plaza principal. El vestido se le había perforado de bichos, hojas y gusanos. Le dolían tanto los pies y, sin embargo, siguió bajando de la mano de su vecino hasta que llegaron a un terreno medio pelado, alumbrado solo por la luna.
Lo primero que él hizo fue acariciarle los senos. Ella se avergonzó. Luego él abrió unas hojas y las extendió en la ladera.
—¿Sí ve?, todo va a estar bonito —le dijo él.
Mercedes percibió el olor de la maleza tibia y se relajó. Recordó haberse sentido desvirgada cuando la piel de un caballo entró en contacto con su vulva. Ahora, varios años después y en esos mismos cafetales, iba a entregar sus segundos labios a alguien más. Los latidos galopaban en su garganta; el pecho manchado de su vecino estaba decorado con una cadena y ella quería lamerla. La cinta del vestido se le desató con facilidad; sus pezones se presentaron ante los cafetales y recibieron la caricia de unas manos pragmáticas. Estaban muy en lo hondo y, quizás, nadie escuchó el grito de Mercedes. El vecino tardó un instante en encontrar el camino. Se desbocó. Se cargó los pantalones y se fue corriendo, suspendido en una especie de risa.
Mercedes se quedó quieta, como hundida en un sueño. Al acomodarse los calzones escuchó al vecino mientras corría y pulverizaba las hojas. Una especie de gruñido se abría desde la tela negra que la rodeaba y sintió que el abismo abría la boca para llevarla consigo. Aterrorizada, se puso los zapatos y empezó a subir a través de la oscuridad. No veía las estrellas ni la tierra, solo tocaba las puntas de los cafetos y daba el paso en medio de dos de ellos, vacilando. Hasta que vio una sombra que corría. ¿Era una chucha? Los pies se le torcían en el tacón, pero ella daba zancadas enérgicas. Por fin llegó hasta la iglesia y ahí estaba el animal. Ella se acercó a él y luego él se acercó a ella. Era la Fiera.
—¿Está perdido? —le dijo Mercedes, y el perro se retorció entre sus brazos para morderla—. Vamos a ver qué tan fiera es usted.
Agarró duro al perro, entre lomo y barriga, y lo lanzó por el barranco. Lo oyó caer y llorar entre gemidos que se fueron debilitando. Apareció un silencio que nunca había oído en La Cuchilla del Salado, como si todo estuviera, no dormido, sino muerto. Ni los moscos agitaban sus alas flácidas alrededor de los focos.
Se sentó en el mismo muro donde todavía permanecía la lata arrugada de la cerveza. Abrió un grifo, trató de comprobar que el agua no fuera negra, pero eso ya no importaba, así que se lavó dentro del calzón. Tal vez estaba sangrando, pero no logró ver porque no había luz suficiente. Solo vio el techo metálico de la iglesia y luego el techo de las plataneras, abierto sobre el abismo. Entonces rezó para que volviera la Fiera. Rezó para no haberlo matado.
Esperó allí un buen rato, hasta que sintió que el mundo se había extinguido y que era momento de regresar a la casa que nunca sería de ella.
Había quedado con las nalgas entumecidas por la dureza del muro, donde no le importó dejar algunos de los flecos de su vestido rosado. Caminó despacio y empezó a ver que la gente aún estaba despierta y caminaba por las calles de la vereda, como apariciones.
Mercedes llegó hasta la carretera empinada y empezó a subir despacio, a través del susurro de las flores, los rastrojos vivos de lagartijas, el canto de las chicharras y el desconsolado mantra de los búhos. Cuando ya estaba llegando vio a la Fiera pasar de largo hacia la casa de al lado. Sintió alivio; dio un zapatazo orgulloso que se difuminó en el silencio avivado de los matorrales. No había terminado de masticar esta sensación cuando le cayó una piedra babosa en la cabeza y se le deslizó por el vestido. Pero no era una piedra; en la entrada de la finca el primo se estaba chupando un mango. Se veía delgadito y la suciedad le cubría los brazos y la cabeza.
—¿Cómo le fue con su novio? —le dijo. Ella pasó de largo sin responder. Lo aborreció porque a pesar de que tenía nombre de niño pobre, él sí tenía una casa.
Al otro día Mercedes estaba en el patio lavando la ropa cuando apareció el vecino. Se le puso de frente y le dijo que él sabía lo que ella había hecho. El día era verde zapote y ella decidió no escuchar más sus palabras. Se escarbó la boca en busca de la mejor carga y la botó con fuerza sobre los ojos de su vecino. No se arrepintió de haberlo hecho, aunque después él la empujó por el barranco.
Con la caída se raspó las rodillas, se lastimó los brazos y perdió uno de los zapatos. Sus heridas mostraban la carne recién cortada, mezclada con el polvo de los cafetales. El día estallaba de luz y ella presentía la vibración de las hormigas que ya caminaban desde el interior de la tierra, desesperadas por el olor de la sangre. Sin embargo, allí se quedó recostada durante horas, matando los bichos que se acercaban para chupar de sus heridas.
Las hojas de los plátanos transformaban la tibieza en un soplo tranquilo. Por los flecos de sus bordes se filtraban los cuchillos del sol blanco. Ahora una gran ola de polvo se abría paso de la maleza y rompía las alas de los racimos. Ahora había una ventana por la que Mercedes podía ver los penachos de nube creciendo en el atardecer. Ahora mismo debía estar ocurriendo allá arriba en Morrogacho, en Manizales, donde el corazón del suceso era rojo y las aves todavía no podían volar.

Las ballenas son más sutiles
María Antonia León
Bogotá
Agosto de 2024
97 páginas