«El Visitador», de Martha Patricia Meza (fragmento)

20 de septiembre de 2025

Luego de publicar siete poemarios Martha Patricia Meza incursiona en la novela. Barequeo reproduce el primer capítulo de "El Visitador", obra con la que la salamineña fue finalista en el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica 2024.
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Y ahí estaba Pedro Santa, pegado a la puerta de la cárcel de mujeres La Consolata, con el sol de la mañana a cuestas, adolorido de nalgas y rodillas. No sabía muy bien por qué o más bien para qué, pero ahí estaba…

Salió al encuentro del vendedor de café. El olor del sudor y el tinto trasnochado le recordó el día cuando fue a ver a su padre en la cárcel de hombres. Una fila se alargaba con las primeras luces del día. Pero aquí era otra cosa. A las mujeres no las visitaba tanta gente, o al menos no esta vez. Él fue el único que amaneció allí a la espera de la hora de visita. Se dio cuenta de que no había ninguna ventaja en llegar desde la noche anterior y que el tiempo no suele precipitarse en la monotonía de una espera inútil. La noche, larga como ninguna, lo molió sin compasión, amaneció mal sentado en el andén con la cabeza entre los brazos, medio envuelto en sí mismo y respirando su aliento. La hediondez de los orines se había alborotado. Cuatro mujeres se enfilaron después de él, el perfume dulzón y pegajoso de una de ellas mitigó la fetidez, pero mareaba. La vez pasada me hicieron devolver una ensalada de frutas, por eso hoy no traje, se quejó. Pedro retorció los pies encalambrados. Las caras ansiosas no quitaban los ojos de la reja, como caballos en un partidor.

Pedro Santa conoció a Adriana en el expendio de carnes La Cordobesa. Fue contratada por Bartolo, el administrador, el mismo que acosaba a las compañeras de trabajo. Pedro era carnicero, el encargado de los cortes. Su tiempo transcurría entre los cuartos fríos donde permanecía rodeado de animales sacrificados colgados de ganchos que se balanceaban en el aire. Pendían humillados de las patas traseras, indefensos, sin cornamenta, descubiertos, sin piel, desembuchados, músculo y hueso, partidos a la mitad. Pedro jugaba con ellos reacomodándolos, primero los más voluminosos; los más flacos eran los últimos, seguro estaban enfermos antes de llegar al matadero y valían menos o eran la ñapa de un negocio. Con el dedo trazaba la línea que seguiría el corte, lidiaba con ellos, los protegía del frío, hasta que él mismo se congelaba y salía al corredor a tomarse algo caliente. En ocasiones se cruzaba con Adriana. Su presencia lo aturdía, y más cuando lo encontraba manchado de sangre, con esa pestilencia a muerte fresca. Ella, discreta y simpática; él, gracioso y conversador. Hablaban del trabajo y de recetas de cocina. Un día Adriana no volvió a la carnicería.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que hablaron, por eso lo sorprendió su llamada.

¿Adriana?

No me puedo demorar. Me metieron a la cárcel. Quiero que venga a verme. Confírmeme por mensaje de texto si quiere venir, yo lo hago registrar con su número de cédula.

¿Cómo así? ¿Qué pasó?… Claro que voy, dígame qué le llevo.

No me traiga nada, venga. El sábado es el día de visitas, ya mismo le mando la información.

Pedro llamó a la anciana que vende productos de aseo personal. Se acercó con un coche de bebé adaptado para ventas ambulantes. Él buscó entre tubos de dentífrico, sobres de champú, compresas, jabones y talcos. La mujer miró sus pies. Así con zapato cerrado no lo dejan entrar. Estiró las manos nudosas y le ofreció unas chanclas de plástico. Se las alquil por cinco mil pesos. Aceptó. Compró una toalla. Pagó también a la señora para que le guardara los tenis, las medias y lo poco que llevaba en los bolsillos. Lo abochornó que los dedos de sus pies estuvieran al descubierto, como gusanos revolcándose, largos, retorcidos, desordenados, blancos y peludos.

Apretó la bolsa con ansiedad. Se arrepintió de no haberle llevado a Adriana algo para almorzar. Si su padre, que estaba acostumbrado a comer de las canecas de basura, se quejaba de la comida que servían en la cárcel, qué no diría ella. Comenzó el registro. Atravesó la puerta gris, el camino quedó abierto, un corredor despejado conducía al edificio principal del centro de reclusión La Consolata. Entregó el documento de identidad, recibió el primer sello de tinta en el antebrazo. Pasó a un salón ocupado por dos mesas con guardias prestos a desparramar las comidas que traían los visitantes, su función era controlar la entrada de objetos no permitidos. Pedro vio cómo escarbaron con brusquedad un portacomidas que terminó por derramarse. El olor a guiso de papas, yucas y carne impregnó el aire. Por su cabeza pasaron fotografías de los paseos del colegio entre árboles de matarratón y cielo azul, con el fiambre que le preparaba su mamá. Interrumpió el recuerdo cuando le entregaron el código de registro y el número del patio a visitar. Superó la requisa y quedó aislado en un cubículo.

¿Nombre de la persona que va a visitar? Adriana López Tomé.

¿Qué relación tiene con ella?

Soy su marido. Dijo, con confianza. Siga. Patio dos.

Atravesó el detector de metales. No había marcha atrás. Las balineras traquearon hasta cerrar completamente. Inhaló tanto aire como pudo, el corazón se agitó con fuerza. Recordó el día en que dejó a su madre sepultada en una bóveda; como si la muerte pudiera escapar por algún lado. Le estamparon otro sello con el número dos en la muñeca. Sacudió la mano para que la tinta se secara. No le gustaban los tatuajes. Era como si dijera: ey, miren todos, soy el número dos, y a él no le gustaba exhibirse.

Llegó a un pasillo con puertas marcadas con nombres y números. Disminuyó la velocidad de sus pisadas y los que venían detrás lo aventajaron. Ecos, chirridos, murmuraciones, llantos, nada era claro. A medida que caminaba crecía un zumbido en sus oídos. Una algarabía donde no hacían falta sus palabras.

¿Por quién viene?

Adriana López Tomé. Alzó la voz.

¡López Tomééé! La guardia gritó entre las barras. Una joven surcó el patio que servía de cancha de baloncesto. Estaba absorto. La carcelera empujó la estructura de hierro para darle paso.

Caminó despacio. Sus pies, al desnudo, lo apocaron.

Los muros altos y descascarados no dejaban bajar la luz del día hasta el fondo del agujero. El lugar estaba vacío. Las presas lo observaban de arriba abajo mientras él recuperaba el impulso. Como una bacteria a través de un microscopio. Diminuto en ese universo y aun así no le quitaban el ojo de encima. La joven que venía a su encuentro traía el pelo recogido en una cola de caballo. Ninguno de los dos apartó la mirada. Quería sostener la de ella, no dejarla ir hasta sus pies. Adriana, sin saludarlo, lo tomó de la mano. Vámonos de aquí.

Cuerpos de todas las formas aquí y allá, detrás de las rejas, con la mirada atenta de un pájaro triste. Tal vez resignadas a los tres pasos, a la poca luz, a los tonos degradados de sus ropas, al encierro húmedo, a gozar con la imaginación.

¿Por qué Adriana está en la cárcel? Se preguntó Pedro.

Yo no me robé nada, por si acaso. Tampoco maté a nadie, dijo ella, como si supiera qué pensaba.

Se sentaron en dos sillas plásticas.

Es para usted, y le entregó la toalla. Lamento no haberle traído almuerzo.

Tranquilo, es difícil comer algo que venga de afuera, ya vio cómo revuelcan todo en las requisas, me da mucho asco.

Pedro permanecía tenso, con los pies escondidos. Adriana lo notó.

Vamos, tenemos el primer turno.

¿Turno?

Para la visita conyugal.

Se levantó y le agarró la mano. Se dejó llevar como un animal domado.

La guardiana recibió la ficha, los acompañó hasta el cuarto. Entraron. Cerraron la puerta. El catre lucía sábanas templadas y limpias. Pedro entendía a medias. Trató de decir algo, pero ella acarició sus labios. Estaba pálido, tenía miedo, pero supo que no se negaría. Lo miró a los ojos mientras le abría la cremallera del pantalón y metió los dedos suavemente hasta que el pene se levantó desde la raíz. De rodillas, lo introdujo en su boca, lo lamió lentamente y se lo llevó hasta la garganta. Las piernas apenas lo sostenían. Temblaba. Dejó de defenderse, respondió a la provocación. Se quitaron la ropa. Encima de él, subió y bajó vigorosa. Templó las nalgas y apoyó los pies contra el muro mientras la cargaba. Tuvieron sexo hasta el cansancio. Se quedaron dormidos unos minutos. Cuando despertó, la vio limpiar con papel higiénico la entrepierna mojada y ponerse la ropa sin afán.

Uy, Adriana, hacía rato no lo hacía tan rico.

Y eso que le voy a pagar por el rato. Contestó ella.

Incómodo por el comentario, trató de vestirse en un rincón donde apenas cabía de pie. Adriana tocó la puerta y llamó a la guardiana.

¿Bartolo todavía trabaja en La Cordobesa?

Sí, es el administrador.

Ese asqueroso es un depravado, no hacía sino perseguirme. Me echó del trabajo porque no me acosté con él. Me alcanzó a manosear el hijueputa. Aprendí a sacarle el cuerpo y nunca me dejaba arrinconar. Un día me pescó en la oficina y me cogió a la fuerza, pero no me dejé. Yo sí le dije que la cosa conmigo no era así, le di su cachetada y me largué.

Adriana volvió a llamar a la guardiana que todavía no abría la puerta.

Después de que me fui de La Cordobesa me puse a trabajar como auxiliar de contabilidad en la clínica donde nos encontramos la última vez, ¿se acuerda? Allá me estaba yendo bien pero el gerente se robó un platal y por culpa de él me metieron a la cárcel. Llevo once meses aquí. Ah, los millones que se robó se los dio a un político. Ahora vive feliz y dichoso en Europa. Llevo casi un año aquí metida. Me pusieron un abogado de oficio que no ha hecho nada, lo tengo que cambiar, pero no tengo plata.

Adriana llamó con un grito a la guardiana. Escucharon pasos y el cascabelear de un manojo de llaves. Pedro estaba a gusto en ese encierro.

Salieron al patio. Las voces disonantes de los visitantes era la música de fondo, una suma de estridencias como un radio mal sintonizado a todo volumen. El ruido era otro escarmiento. Las mujeres que nadie visitaba eran muchas, las pudo reconocer mientras recorría el túnel. Algunas adormecían el tiempo en el juego del dominó. Vio que a una la empujaron contra la mesa.

¡Me robó esta malparida! Y escuchó la caída de las fichas al suelo. Otras fumaban marihuana lejos de los barrotes. Varias se peinaban, se acicalaban, untaban algo en sus rostros y corrían para que les tomaran una foto con una cámara ficticia. Las más mal encaradas vigilaban los movimientos, eran las águilas de los corrales. En el salón de la visita un hombre viejo abrazaba a una mujer, lloraban, era una imagen de tremenda soledad. Se dio cuenta de la escasez de hombres en el lugar. Los pocos que veía parecían tener vínculos familiares con ellas: hermanos, padres, tal vez. Muy pocos entraban con las mujeres a los cuchos, esos cuartos estrechos para las visitas conyugales. Nada parecido a la cárcel de hombres. Las filas eran impresionantes en la entrada y se tenía que hacer guardia desde la noche anterior, o se pagaba para reservar el puesto. Llegaban esposas, hijos, familiares y muchas mujeres, amantes que los presos pagaban antes, y desde la calle, a través de intermediarios, o que recibían como regalo de sus patrones por cruce de deudas y pactos de silencio. Supo de uno que el día de visitas recibía a una mujer cada dos horas, entre ellas a la esposa. Incluso entraban menores de edad para un narco pedófilo. Las requisas eran menos rigurosas y entraban sin tener que decir cuál era el parentesco con el detenido. Putas de todas las edades y condiciones. Era tal la prostitución en la cárcel de hombres que cuando visitaba a su papá vio catálogos de prostitutas. Muchas mujeres se quedaban adentro y salían a mitad de semana. Los poderosos pagaban fortunas por las visitas de modelos, reinas de belleza y hombres jóvenes.

Mi tío lo va a buscar. Él le va a pagar por haber venido hoy.

No, Adriana, a mí no me debe nada. Soy yo el que le debe las gracias. A Pedro le hubiera gustado conversar otro rato y conocer un poco más a la mujer con la que acababa de sentir tanto placer.

Adriana se despidió. Pedro olía a sexo. Se quedó mirando un rato el acontecer del lugar, tuvo tiempo de comparar. En la cárcel de hombres, en medio del carnaval desordenado de las visitas conyugales, habitaba la ilusión de lo efímero. Pero aquí todo parecía perdido.

Pidió salida a la guardiana que vigilaba detrás de las barras.

Martha Patricia Meza en uno de sus frecuentes recitales de poesía. / Crédito: Fernando Rodríguez.

La escritora de Medellín Gloria María Bustamante conversa hoy sábado 20 de septiembre a las 3:00 p. m. con Martha Patricia Meza sobre «El Visitador». El encuentro será en el Auditorio Periférica del Jardín Botánico de Medellín, en la Fiesta del Libro y la Cultura.

El Visitador

Martha Patricia Meza

El Taller Blanco Ediciones. Colección Comarca Mínima

Bogotá

Mayo de 2025

200 páginas

ISBN: 978-628-01-8613-9

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  • Salamina, 1963. Es poeta y escritora. Ha publicado Legado para un adiós de vacaciones (1992), Constante/Distante (1993), Compás de aguja (2002), Poemas de piedra / Stone Poems (2007), En nombre de Lilith (2011), Contrapunto (2015), Los llorones (2019). Recibió el Premio Nacional de Poesía "Ediciones Embalaje", del Museo Rayo en 1993 y en 2024 fue finalista en el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica por El Visitador, su primera novela.

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Directora Adriana Villegas Botero