Este texto escrito por Blanca Isaza de Jaramillo Meza fue publicado originalmente en la sección «Selección dominical» de La Patria el 13 de febrero de 1938 en la página 7.
Ya el temblor de las nueve y veinte de la noche del 4 de Febrero de este año del Congreso Sindical de 1938, ha sido analizado ampliamente por todos sus aspectos: por el lado científico, por el de la estadística, por el humorístico, por el de analogía con otras catástrofes pretéritas, por el de la profecía despampanante, como esa del geólogo del Ministerio de Industria quien afirma muy serio que el temblor puede repetirse o no, y como siempre Bogotá ha querido apropiarse el epicentro dando pie para intensificar contra la Capital la campaña descentralizadora, ya que no conviene con dejarnos a los del Occidente ni siquiera los gigantescos derrumbamientos de rocas en la profundidad de nuestra maravillosa cordillera que se florece en la rosa de plata repujada del Ruiz; pero hay una modalidad del temblor que ha escapado a la sagacidad de nuestros cronistas y que ha causado pérdidas que, si no tienen su valor en monedas sonoras, si tienen para nosotras un incalculable precio de afecto y de cuidado constante; por ser esto tan esencialmente femenino quizás no ha merecido la atención de los comentadores; me refiero a los estragos causados por el temblor en las matas que son el más exquisito motivo ornamental de nuestras habitaciones.
Dos cosas han estado totalmente agotadas en la ciudad en los últimos días: los maestros entejadores y los materos; en la plaza de mercado éstos adquirieron precios escandalosos y a los primeros, les llegó la hora de hacerse pagar sus servicios de acuerdo con la altura de los menesteres que desempeñan; un técnico en cuestión de entejados ha servido más a la ciudad en estos días que nuestros más engolados financistas y nuestros más ilustres escritores. Ellos se han dado cuenta de su importancia y se han ido por esas calles de Dios con la frente alta, el andar firme, mirándonos con ese orgullo que da la consciencia del propio valor, a nosotros los simples mortales que de entejados no sabemos sino que en esa noche del temblor desde todas las cocinas manizaleñas se podía contemplar el prodigio de las constelaciones y las tejas desunidas parecían remendadas con pedazos de vidrio azul.
En cuanto a los materos, esa fud la debacle: valía más una ánfora barro templada en los hornos de Honda o Mariquita que una copa Sévres; hasta las que estaban hendidas y en inminente peligro de volverse polvo en nuestras manos, fueron aseguradas con alambres y alcanzaron precios de emergencia; porque esto lo sabemos la totalidad de las mujeres y algunos varones expertos en asuntos de jardinería: ni las cajas de madera, de loza, de lata o de zuncho sirven para cultivar bellas matas con la eficiencia y el resultado admirable de los materos de barro.
En nuestra casa el temblor fue un Sancho Panza loco, un ente materialista y neurasténico, enemigo de la literatura y de las flores, que entretuvo su afán iconoclasta derribando la estantería de los libros preferidos y aplastando impiadoso entre sus manazas de espanto la seda rizada y policroma de los geranios. Cuando por entre la angustia de la ciudad sin luz, pavorizada, expectante, como suspensa al borde de los taludes vertiginosos de la tragedia, regresamos a nuestro hogar desde el Teatro Manizales, hallamos en confusión imprevista, dispersos por el suelo los libros selectos, las ediciones finamente encuadernadas, obras aprestigiadas por el trazo de una firma ilustre, enaltecidas por una frase cordial estampada por manos que ya han cosechado manojos de lotos en las praderas iluminadas de la muerte, y en el patio, al cual los geranios millonarios de cálices traían una reminiscencia de pato andaluz y evocaban aquellas acuarelas de Sorolla en donde el color se funde en la llamarada alucinante de los tonos violentos y en la sugerencia de los matices atenuados para lograr la armonía perfecta, el destrozo era total; bajo el barro prosaico de las ánforas rotas se aplastaban las corolas como pobres mariposas multicoloras sorprendidas por la racha del pánico; ya junto a los pilares de cedro pulido que aún tienen leve fragancia de bosque materno, no ardía hacia el azul la llama inmóvil de los geranios; el mosaico se había puesto el mantón de Manila de las macetas derribadas.
Hay que pensar en esa tragedia en miniatura que es la mata ya florecida y destrozada; primero, el preparar minucioso de la vasija y de la tierra apropiada donde el gajo se eleva con una invocación mental a la buena suerte para que prenda pronto; luego, ese examen de la yema nueva; la alegría ruidosa que nos produce el primer reto para ver si junto al tallo que se mustia surge al fin el milagro que asoma tímido su pelusa rizada como un mínimo abanico cercado; el comentario ingenuo: —Qué buena mano tengo, fíjense, ya prendió la mata; el orgullo inefable de verla crecer, cuajarse de botones en una elación gloriosa hacia la luz, hacia el color; esa vanidad pueril rendió conque queremos para nosotras la exclusividad de su belleza: esta mata es muy escasa, la trajeron de Bogotá, de Medellín, en fin, ante todo y como siempre conservamos nuestra manía de parecernos mejor lo que hemos conseguido en otras ciudades y que quizá tiene prestigio de haber cruzado el espacio prisionera entre un poco de tierra en una exigua caja de lata bajo las alas dominadoras de los aviones, y al fin, la plenitud triunfadora de las flores abiertas, de las corolas plenas, de los matices de terciopelo, de las sedas fragantes que reciben el homenaje principesco de las mariposas y el asalto ruidoso de las abejas que han implantado el comunismo desde el principio de los siglos.
Mientras el compañero ponía un poco de orden en las vitrinas destrozadas, mi voz congregaba a los chiquillos consternados en cuyos ojos cándidos encendía el estupor de lo incomprensible sus luces de espanto, para que me ayudaran a reparar el desastre; en algunas matas donde la tierra se había endurecido apresada por la malla de las raíces, éstas se veían como un sutil engranaje de un blanco de marfil, como un enrevesado sistema circulatorio, como el esquema de un encaje de Irlanda; en otras las raíces emergían curvas y ennegrecidas como patas de araña, como horquillas oxidadas entre la cabellera morena y revuelta de la tierra desmenuzada; por el suelo se humillaba el orgullo fanfarrón de las macetas estrujadas y la promesa de color de los capullos que asoman por entre el raso verde como una lengua pícara la pincelada rosa del cáliz plegados.
Sólo la gran azalea central donde tenemos la costumbre de desmigajar pán a los pájaros, esos bohemies trota-espacios, que no saben nada de las leyes del trabajo y que se la pasan cantando como aquellos trovadores aventureros del siglo XVIII que se morían de hambre y de ritmo, permanecía incólume, desafiadora, alzando altanera en medio del estrago sus capas blancas de una simplicidad perfecta, como recortadas en alabastro.
Y esta catástrofe de las matas derribadas, tan honda y tan grave, fue olvidada por los comentadores, menos mal que hubo un alma de mujer que la sufriera y la perpetuara en esta glosa intrascendente.