Alguna tarde, Yoany, mi barbero, me habló con las palabras de santa Teresa de Jesús como si fueran suyas: “es que el alma es como un castillo”. Si él fuese católico o un hombre religioso, no se me habría hecho raro. Es más, en el tema en el que nos entreteníamos lo que dura el corte, la mención de la mística le daba profundidad a la trivialidad.
En aquella ocasión, mi barbero me confrontaba porque no he sostenido una rutina de adiestramiento corporal más allá de una semana, ni modificado la dieta alimentaria, y me hablaba de los beneficios de unos hábitos más saludables. Él, en su tiempo libre, está jugando baloncesto o entrenando artes marciales. Precisamente, durante su servicio militar aprehendió esa idea de que un cuerpo tonificado, un músculo vigoroso, son el resultado de una voluntad recia, una muestra de la disciplina del espíritu. Entonces, su alusión a Teresa adquirió otra dimensión, en medio de su explicación sobre el cómo una llave puede controlar al oponente o asfixiarlo también, si no se precisa el lugar dónde se ejerce la fuerza.
Cuando el corte terminó, mientras Yoany empacaba sus instrumentos y doblaba la carpa —es él quien va a casa—, busqué entre mis libros El castillo interior o Las moradas con el fin de mostrarle que esa idea del alma-castillo ya tenía siglos rodando. Le pregunté cómo había llegado a él esa analogía y no supo contestarme. No precisó de quién, en qué circunstancias había escuchado ese motivo y se había quedado con él. Sonreí, las ideas de Teresa sobrevivían donde menos lo sospechaba.
Por el quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús (1515-1582), hay una suerte de boom de novelas españolas en las que se aborda la vida de la santa. Entre otras, están: Y de repente, Teresa (2014) de Jesús Sánchez Adalid, El castillo de diamante (2015)de Juan Manuel de Prada, Para vos nací (2015) de Espido Freire, Sus ojos en mí (2015) de Fernando Delgado y Malas palabras (2015) de Cristina Morales, publicada después como Últimas tardes con Teresa de Jesús (2020). Por fuera de España, una de las voces que se une a la celebración es Julia Kristeva con Teresa, amor mío (2015), hasta donde me alcanza el seguimiento. Bajo esta atmósfera, se reimprimieron también las obras de Ramón J. Sender: El verbo se hizo sexo (1931/2022) y Tres novelas teresianas (1967/2021). Ahora bien, por fuera de este ciclo, pero sin salir del territorio español, pueden añadirse: Al encuentro de Santa Teresa de Carmen Conde (1978), En el umbral de la hoguera de Josefina Molina (1999) y Teresa de Jesús de Olvido García Valdés (2001).
A esta amplia bibliografía vale la pena agregar las obras de teatro Muero porque no muero. La vida doble de Teresa de Jesús (2022), así como La lengua en pedazos de Juan Mayorga (2021) que dio origen a la película de Paula Ortiz, Teresa (2023).
La adaptación cinematográfica de Ortiz exploró las posibilidades de la imagen para exponer el mundo de las visiones y los arrobos, es decir, pretendió ofrecerle una plástica contemporánea a la mística, tal y como lo pretendiera siglos antes la imaginería barroca.
En el guion de Mayorga se propone un encuentro entre el inquisidor que llega a la cocina en la que Teresa pica cebollas y tiene lugar entonces una suerte de pre-juicio, una indagatoria que busca preparar el ánimo de la religiosa para que modere sus posiciones y discursos, evitando de esta manera la hoguera. En el filme de Ortiz la cocina está transformándose constantemente en otros escenarios: el campo, la muralla, el convento. Así mismo, presenta una trinidad en la que Teresa (interpretada por Blanca Portillo) puede reencontrarse con su niña interior y con la joven que ahora es, en un río cristalino y juguetón. La fotografía es rica en detalles, poética, quizá por eso abrume a un espectador que no esté familiarizado con los textos de la carmelita del siglo XVI, lo que también explica que la crítica esté entre los polos que la celebran y los que la califican tan mal.
Ahora bien, la idea de que en la rutina de mi barbero sobreviva una inquietud teresiana, de que se esté revisando la vida de Teresa en el cine y la literatura, me hablan de un síntoma contemporáneo. ¿Cuál? No lo sé aún. No obstante, quiero postular mi propia razón de acercarme a ella.
Hacia 1916, en plena Primera Guerra Mundial, un soldado austríaco escribe: “¿Qué sé de Dios y del propósito de la vida? […] Al sentido de la vida, por ejemplo, el sentido del mundo, lo podemos llamar Dios […] Orar es pensar en el sentido de la vida”. Estas palabras le pertenecen a Ludwig Wittgenstein (1889-1951), mientras preparaba su Tractatus. En estos retazos, escucho de nuevo a Teresa diciendo: “la que no advierte con quien habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración aunque mucho menee los labios”.
La comparación entre las dos miradas, la de Teresa y la de Ludwig, tan distantes en el tiempo, el lugar y el propósito, me da pie para pensar que la oración es una forma inicial de filosofía: en la estructuración de la plegaria subsiste una elaboración conceptual sobre la propia condición de creatura.
Con la oración comienzan a entenderse las particularidades de la subjetividad. Se trata de un ejercicio intelectivo que demanda actitudes de diversa índole como la despersonalización, la imaginación, la empatía, la memoria, el análisis y la recursividad poética. La oración, entonces, es una actitud de reconocimiento de lo humano, de sospecha y asombro por algo que sobrepasa lo que se abstrae de la cotidianidad, un discernimiento constante sobre el significado de las palabras que se usan, sobre su sentido, su pragmática.