Razonamiento etílico en “Muerde perra espléndida”, de Jorge Iván Agudelo

27 de octubre de 2025

El lugar común de la poesía como celebración esconde a menudo algo que esta novela resalta con dignidad: que el motivo de la celebración no tiene que ser un motivo feliz.
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Matemáticamente, el arrepentimiento mide la distancia entre el valor de las opciones del pasado y el de las decisiones realmente tomadas. Como muchas otras, esa fórmula matemática no es fría, sino que habla del profundo efecto humano que tienen en nosotros la imaginación y la memoria.

«Muerde perra espléndida» es la primera novela de Jorge Iván Agudelo publicada en 2023 por la alianza editorial 4U, después de sus primeros tres libros de poesía. En ella se cuenta lo que le pasa por la cabeza a John, un ingeniero casado y con una hija, mientras pierde la esperanza de que su amigo Vladimir (llamado también H), un poeta que fue su profesor de colegio, llegue a su encuentro en un bar del centro de la ciudad. Se trata de una escena común del barrio: en el bar poco concurrido, con una mesera entre atenta y distraída, suena tango (Gardel), salsa (Lavoe), reguetón (Bad Bunny), y esa banda sonora sirve de contrapunto a la meditación insospechada de ese proverbial borracho solitario.

Un trago tras otro, John hace retrospectiva de su vida con la ayuda de la memoria y de la imaginación que, falibles y azarosas, le sugieren de pasada cómo fue la historia conjunta con H y cuáles eran las posibilidades de la vida como poeta. Un trago tras otro, la mirada a las opciones pasadas hacen que John aprecie, en retrospectiva, quizás moralmente, si lo que hizo es lo que debió haber hecho, si lo que algunas veces lo unió y otras lo separó de H fue, en realidad, producto de decisiones correctas.

El carácter de esa retrospectiva, sin embargo, no es perentorio. La sugerencia es que, al ser criaturas de humores temporales, en deterioro permanente, la retrospectiva arrepentida puede circunscribirse a esa mesa, a esa borrachera. Lo transitorio de nuestros razonamientos etílicos, de todas maneras, tiene un valor, más específicamente un valor poético, que es el mismo valor de circunscribir la memoria y la imaginación a lo concreto, a lo que la poesía permite apreciar en el aquí y el ahora.

Al servir como un dispositivo de imparcialidad, el narrador omnisciente de «Muerde perra espléndida» funciona bien para revelar con claridad la paradoja del razonamiento etílico: que llegamos borrachos a conclusiones con la impronta de sentencias definitivas que se nos van a olvidar a los dos minutos.

A veces necesitamos eso, que un narrador omnisciente fuera un secuaz, y presentara nuestros arrepentimientos como conclusiones lógicas. Un narrador así nos ayudaría, imaginativo, a hacer manifiesto el valor de un pasado inexistente, diría que eso, ya imposible, era indudablemente mejor.

En el caso de John, el valor que su narrador nos revela es el de la poesía no escrita en el pasado pero que el presente invita a escribir, una poesía cifrada en el recuerdo de la amistad con H, amistad que emerge entre anécdotas callejeras y lecturas de autores en un santoral literario compartido. En el presente de la vida de John, la poesía aparece como invitación, como fruta dulce al interior de un (a mi parecer) también delicioso ortigal sintáctico, en fin, como un destello en forma del enigmático verso “muerde perra espléndida”.

El lugar común de la poesía como celebración esconde a menudo algo que esta novela resalta con dignidad: que el motivo de la celebración no tiene que ser un motivo feliz. Una forma de celebrar la vida es mirar la muerte a los ojos, una muerte que está muy presente en la ciudad de John. Otra más es aceptar el menoscabo corporal, algo que John recuerda cada que va al baño a orinar. Otra más es usar la literatura como refugio, la fantasía como salvavidas, un contrapunto que no le quita realidad, y por eso se hace necesario, a la responsabilidad que demanda la vida cotidiana.

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