La librerrancia

8 de octubre de 2025

Abelardo Castillo, escritor argentino, decía que si uno quería que alguno de sus hijos tomara el hábito de la lectura, debía apartar en un lugar casi inaccesible de la biblioteca un grupo de libros y decirles a sus hijos que justamente esa parte estaba prohibida.
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¿Y si pensamos los libros como objetos vivos? En algún momento leí en un libro de Imprenta Comunera —una editorial anarquista de Cali— que los libreros actuaban como una especie de secuestradores al dejar los libros demasiado tiempo en los anaqueles, y que, después de cierto tiempo, un acto necesario era buscar maneras de dejarlos salir.

Un día encontré un libro liberado en el banco de una plaza. (¿Un librivivo?) Marielle Macé, filósofa francesa, en su libro Modos de leer, maneras de ser entiende la literatura, al igual que yo, como una ilusión: “No existe, por un lado, la literatura y, por otro, la vida; hay, al contrario, en la vida misma, formas, impulsos, imágenes y estilos que circulan entre los sujetos y las obras, que los exponen, los animan, los afectan”. ¿Cuál era ese libro? El Diario de Ana Frank. ¡Cuánta resonancia! Y justamente ella, una niña encerrada en la ocupación nazi: la mejor metáfora que podía existir. Esa consciencia traumatizada por el acecho de la muerte, recluida, encontró la libertad (¿Y la eternidad?) en el encuentro con un lector. Fue libre en mí.

Sin embargo, no son libres los libros que, por distintas razones, se estancan en bibliotecas y librerías. ¿Por qué se estancan, y solo cuando las librerías arden nos acordamos de ellos y nos damos cuenta de su vitalidad y existencia? No lo sé. A decir verdad los bibliotecarios o los libreros no siempre son lo suficientemente encantadores para seducir a los curiosos, y tal vez las voluntades del Estado (palabra atrófica, quieta y sedentaria) carecen de convicción cuando arengan con orgullo la importancia de los libros en la política pública. Pero aun así, el lector también tiene responsabilidad: basta con un gesto para liberar del infierno de los anaqueles a un autor maldito y olvidado. Dejar libros en cualquier lugar sería básico y transgresor.

Abelardo Castillo, escritor argentino, decía que si uno quería que alguno de sus hijos tomara el hábito de la lectura, debía apartar en un lugar casi inaccesible de la biblioteca un grupo de libros y decirles a sus hijos que justamente esa parte estaba prohibida. Pro-hi-bi-da, repetirles gestualizando de tal manera que la palabra detonara un impulso de… El resultado sería inevitable: los hijos terminarían leyendo los libros “prohibidos”. 

Y es que las cosas han cambiado. Las nuevas formas de leer han marginado a los libros físicos. Si antes eran marginales, hoy en día son objetos extraños… Lo que antes era una lucha activa entre la soledad y la concurrencia de los espacios librescos (la soledad del lector era una de sus virtudes) ahora es una derrota. El lector solitario y la marginalidad de sus espacios son la raíz de nuestra artrosis literaria. ¿Qué sentido tiene para un joven acercarse a una librería o una biblioteca —aún teniendo billetes en el bolsillo o la biblioteca infinita del cuento de Borges— si puede descargar un PDF, escuchar a un booktuber o un pódcast, consultar la IA para ir a la superficialidad y también a lo esencial? El quietismo de librerías y bibliotecas, que antes era su virtud, se ha convertido en su decadencia. Los libros se pudren o se queman, y los escasos lectores permanecen refugiados en su gravedad, centrifugados por la altanería del lector egoísta, incapaz de romper sus mezquindades, las mismas que encuentran su reflejo en la institución pública, paradójicamente.

Y, sin embargo, hay esperanza, por lo tanto transgresión. Los libros necesitan moverse. Siempre lo han hecho. También está en su carga genética. Los libros y los espacios que los albergan necesitan elongar, estirar al aire libre, visitar un bosque, respirar aire puro. Las librerías y las bibliotecas deberían convertirse en organismos vivos, justamente en tiempos de sedentarismo y egolatría ¿Libreviveros, biblioviveros?. Dejar de ser libroceldas  y biblioceldas  para convertirse en librerrancias y biblioerrancias: ser espacios transgresores que caminen por las calles, que despierten el deseo y la curiosidad. Basta con leer en una plaza. Basta con dejar un libro liberado. Contar a otro qué estamos leyendo.

Ojalá los libros no fueran solo parte de un espacio denominado librería o biblioteca, sino que la ciudad entera se convirtiera en un espacio de librerrancia. (En la sonoridad de este neologismo se encuentra la esencia de todo libro y de toda historia: vagabundear, merodear sin rumba en los lectores que llevan de aquí para allá sus palabras y sus músicas errantes y cautivadoras) En fin, la ciudad debería transformarse, metamorfosearse en un territorio que permita la circulación de páginas, poemas, lectores y sorpresas librescas en cualquier parte: un bus, un bar, un parque, los lugares más inimaginables. Hacer que los viejos enjaulados salgan del infierno de las bibliotecas para que no solo se deseen los libros, las bibliotecas y las librerías cuando ardan.

Cierro con esta cita de Macedonio Fernández de su novela Museo de la novela eterna para avivar más las ilusiones: 

«Al «tan – soñado» Lector;

Al «que – el – autor – sueña – que lee – sus – sueños» Lector.

Al «que – el – arte – escritor – quiere – real – más solo – real – lector – de sueños» Lector.

A «lo – único – real – que – el – arte – quiere», el lector de sueños».

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  • Manizales, 1988. Administrador de empresas. Lector, caminante y librero en Refugio librería.

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