
La majestuosidad del Nevado del Ruiz se ha dejado ver con frecuencia en Manizales durante estos días. El gigante, ya no tan helado, asoma tímidamente entre las nubes para recordarnos su grandiosidad.
Inevitablemente pensé en Fernando González, ese prócer del nadaísmo que, al final de su vida, se acercó a Dios. Pero más allá de su persona, recordé las frases que dedicó a Manizales en su célebre Viaje a pie, un recorrido reflexivo desde Medellín hasta Los Nevados, pasando por El Retiro, La Ceja, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Neira, Manizales, Cali, Buenaventura y Armenia.
Este viaje a pie, tal como lo anuncia su título, describe una Colombia de 1929, los senderos ocultos de su pensamiento filosófico y una Manizales que Fernando encontró entre montañas congeladas.
Con presentación de Gonzalo Arango, este libro inquieta con su estilo irreverente. En palabras de quien fuera su gran aprendiz —y a quien dedicó varias páginas— nos invita a vivir el misticismo del recorrido narrado por el “maestro”, como le llamaba.
Así, en esa presentación, el principal exponente del nadaísmo dedicó estas palabras a quien denominó “el brujo de otraparte”:
“La vida no es un sueño, es un viaje: un viaje a pie. Y para viajar hay que estar despierto, ¿no?
Despierte, pues, si quiere leer a Fernando González. Usted preguntará: ¿A dónde lleva este viaje?
Yo digo: el hombre no tiene sino sus dos pies, su corazón, y un camino que no conduce a ninguna parte.”
—Gonzalo Arango, sobre Viaje a pie de Fernando González

Y aunque este viaje llevó a Arango y a González por rumbos diferentes de pensamiento, sí nos permitió, a través de sus palabras, revivir a una Manizales y a un Nevado del Ruiz de 1929. En el que en palabras de Fernando:
Hoy Manizales parece un molar de la mandíbula Andina relleno de cemento.
(…) ¿Cuál es ese agrado tan intenso cuando a los veinte años vagamos por allí, sin objeto determinado, al anochecer? Es que el amor misterioso puebla esas callejas, esas casas ocultas, jaulas preciosas del amor efímero.
Las ciudades planas no tienen, como ésta, un alma para cada calle
(Pag. 184-Viaje a Pie)
Entre esas calles caminó el maestro. Más allá de sus impresiones y de sus recuerdos como magistrado del Tribunal Superior en Manizales, entre 1921 y 1922 —pues era abogado de profesión, pero filósofo por convicción—, nos dejó una imagen viva de una ciudad a la altura de su nevado, con almas y miseria. Un pueblo castigado por el fuego que, una vez más, deslumbra y nos recuerda la imponencia de Manizales.
Pero la creciente literatura sobre los nevados no se hace esperar. El libro de Carlos Andrés Salazar, El ciclo del agua, nos lo recuerda. Es una travesía íntima en la que, bajo la tensión de una noticia sin tiempo, acompañamos a los personajes por los paisajes del Nevado Santa Isabel, reconociendo las fragilidades violentas tanto de los glaciares como de los seres humanos, y explorando esas realidades humanas en medio de la naturaleza helada.
No solo eso: las montañas andinas cobran vida en la prosa poética de Mónica Ojeda, quien ficciona con sus sonidos para revelarnos el misterio del gótico andino, que se intensifica para quienes tenemos la fortuna de habitar entre cóndores y frailejones.
En todo caso, las apariciones del León Dormido me traen a la memoria tantas palabras dichas sobre él, sobre la grandeza que esconde, y también una invitación a admirarlo con lo único que somos al lado de su inmensidad: nuestra pequeñez.
¿Y qué pensaría hoy Fernando González sobre el gigante oculto?