Carne para Frankenstein

21 de noviembre de 2025

A diferencia de los demás Frankenstein, este doctor no escoge las partes entre cadáveres, sino entre los vivos.
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Cuando uno piensa en Frankenstein, piensa en la criatura, no en su creador. Pero el título de la novela pone el foco en ese “moderno Prometeo” que se creyó Dios, ese doctor que, luego de darle vida al monstruo, no supo qué hacer con él y que, al verlo, lo despreció tanto que ni siquiera tuvo la amabilidad de ponerle un nombre.

Uno de los aspectos más perturbadores de la novela es precisamente ese: que la criatura no tenga nombre, que a nadie le importe cómo se llama. Esa falta de identidad es un símbolo de su abandono, de ese andar escondiéndose, huyendo, ocultándose durante el día, reclamando un afecto que la mayoría de las veces le es negado.

Por sus ropas raídas, su aspecto monstruoso —así lo interprete el bello Jacob Elordi—, y el no tener un techo ni en qué caerse muerto, es fácil imaginarlo como cualquier habitante de la calle que uno ve en las grandes ciudades. En la versión en la que Robert De Niro asume el rol de la criatura es donde más se siente esa analogía con los “indigentes”, a quienes uno evita mirar a los ojos, rehúye, o les da una moneda para salir del paso y evitar que se acerquen por temor a quién sabe qué.

Uno de los afiches de la película

De todas las películas inspiradas en el libro de Mary Shelley, hay una que rompe el molde de la criatura sin nombre, monstruosa y rechazada. Tal vez por eso sea poco mencionada cuando se hacen listas de adaptaciones y de actores que han interpretado al doctor y a su hijo despreciado. Es de 1973 y se llama Carne para Frankenstein y suele decirse que es de Andy Warhol, pero no.

Su director es Paul Morrissey, uno de los “hijos” de Warhol en The Factory, esa especie de fábrica de artistas dirigida —sostenida— por Warhol, por la que pasaron músicos como Lou Reed y David Bowie, y dibujantes, diseñadores, actores y fotógrafos como Jean-Michel Basquiat, Richard Bernstein, Joe Dallesandro y Brigid Berlin.

Como Warhol era quien ponía el dinero y era más famoso que Morrissey, no es casualidad que en los afiches su nombre apareciera más grande que el del director. De ahí surge la confusión con la autoría de este filme que roza lo gore, el exceso de sangre y sexo, y que es el único entre las adaptaciones en tener, además de la criatura masculina, una femenina.

El barón Frankenstein —protagonizado por el mítico Udo Kier— está empeñado en crear dos criaturas físicamente perfectas, una masculina y otra femenina, para que se apareen como dos nuevos Adán y Eva, y pueblen el mundo de gente bella, nada de feos. En su obsesión lo acompaña su hermana, que también lo ayuda a seleccionar las mejores piernas, los mejores pechos, las mejores caras.

Fotograma de Carne para Frankenstein, de Paul Morrissey, / Crédito: IMDB

A diferencia de los demás Frankenstein, este doctor no escoge las partes entre cadáveres, sino entre los vivos. Cuando se convence de que tales manos, tal cadera o tales senos son los indicados, asesina y va armando el nuevo cuerpo al que luego dará vida. El rompecabezas de la criatura femenina fue fácil de completar, pero no así el masculino: quería la cabeza de un hombre que hubiera sido irresistible para las mujeres en vida.

Cree encontrarlo cuando ve salir a un hombre de un burdel, huyendo de un montón de mujeres que lo persiguen deseosas de tenerlo. Sin dudarlo, le corta la cabeza para completar su obra maestra. La víctima se llamaba Sacha, y lo que ignora el doctor es que soñaba con ser monje, una manera de sublimar los deseos sexuales que sentía por su mejor amigo, Nicholas.

Ese día, Nicholas —interpretado por un sex symbol de la época, Joe Dallesandro— lo había llevado donde las prostitutas para que perdiera la virginidad, y le prometió a cada una de las chicas que, a la que lo lograra, le daría un incentivo. Sacha, al ver tantas mujeres desnudas, dispuestas casi a violarlo, salió corriendo de allí. Ellas lo persiguieron para no perder el premio.

Sin hacer spoiler, puedo decir que, a diferencia del resto de criaturas —la de Mary Shelley y las de sus versiones cinematográficas—, estas dos quedaron bonitas, con cicatrices que apenas se ven. Todo parecía salir como el barón Frankenstein había deseado hasta que llegó el momento de juntarlas para copular. Ella quería, pero el hombre con la cara de Sacha no. Rechazó los besos y no mostró indicios de excitación… De ahí en adelante, la ciencia se rendirá ante los imprevistos.

Otro afiche de Frankenstein. / Crédito: IMBD
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  • Periodista, editor y magister en Estudios Socio espaciales. Trabajó en La Hoja de Medellín y La Patria, entre otros. Ha sido profesor de periodismo en la Universidad de Antioquia y la Pontificia Universidad Bolivariana. Callejero y relator de polvos urbanos.

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