Rebusques

20 de junio de 2025

Su piel era el mapa de una vida al límite. Tenía cicatrices en la cabeza, en el pecho, en el abdomen. La Chinca —no supe por qué el apodo— me habló de esas batallas, del rebusque, de su mamá que se vende en una esquina.
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Foto de: Ramón Pineda

Uno

Le robaron el celular y tuvo que conseguir otro a préstamo —en un almacén del centro— por ochenta mil pesos quincenales durante seis meses. Al aparato le instalaron una aplicación que lo bloquea a distancia si el deudor no ha transferido el pago a las doce p.m. del día acordado. Son las once de la noche de este domingo de junio y al mototaxista aún le faltan treinta y seis mil pesos para ajustar la cuota. Los pocos clientes transportados le han consignado a la cuenta de Uber que solo libera ese dinero los martes. No tiene papás, no tiene amigos, vive solo y no ha comido.  Así se lo cuenta al usuario que moviliza en ese momento… Lo ve como si fuera su último recurso, pero éste no tiene más que el billete de diez mil que cuesta el servicio. Le paga y solo queda desearle buena suerte: tiene menos de sesenta minutos para conseguir los veintiséis mil faltantes. Con el teléfono apagado no hay trabajo, no hay comida y no ve el código de Nequi que dos días después le permite retirar lo trabajado.

Dos

Debe tener entre cincuenta y sesenta años. No suele usar tacones pero si minifaldas y bodis que le ciñen su cuerpo de farol chino, que le dejan ver sus piernas manchadas y con moretones. Quién sabe cuántos años lleva ahí en esa plazoleta junto con otras igual o más viejas. A diario, a eso del medio día la visita un hombre. La saluda de beso en la mejilla, la toma de la mano y se alejan unos cincuenta metros para sentarse en un murito. Del morral saca una coca y una cuchara. Arroz, arepa blanca y salchichón. Mientras ella come, él va a la esquina y le compra un jugo que parece más agua que fruta. Conversan lo necesario hasta que no hay nada que digerir. Un beso de despedida en la boca y ella vuelve a su puesto de trabajo, a negociar por diez mil pesos —en un motel de mala muerte— cualquier empujón por dentro.

Tres

Odio a esos gonorreas hijueputas que ni siquiera lo miran a uno a los ojos para decirme que No. Subí la mirada y ahí estaba —desafiante— con sus escasos diez años encima y en la mano, un puntudo pedazo de vidrio. Sentado a la entrada de un bar me entretenía escuchando a Mercedes Sosa cuando lo vi llegar, seguir al fondo y pedir una moneda mesa por mesa, de atrás hacía adelante. Uno se despide, insensiblemente, de pequeñas cosas y entonces… escuché ¿me da quinientos pesos? Dije No sin dejar de mirar mí cerveza. Su reclamo rabioso me sacó de la música. No tengo menuda, no ves que estoy casi afuera, todo el que pasa me pide. Le exclamé con firmeza, sin medir las consecuencias. Lo chuzo… y sí, era posible. De pie, le bastaba con un movimiento para dañarme la cara.

Estás muy chiquito, no sos capaz.

Sí lo soy, he chuzado a muchos.

 —Entonces si lo has hecho, a vos también, porque el que las hace las paga. Mí tono fue regañón, cómo de papá que quiere darle una lección a su hijo.

—Ah, eso sí, me han chuzado mucho, ¿Quiere ver?

—Viooo, muestre pues.

Se salió del bar, en la calle había más luz. Se quitó la gorra, se levantó la camiseta. El asombro me dejó mudo: su piel era el mapa de una vida al límite. Tenía cicatrices en la cabeza, en el pecho, en el abdomen. La Chinca —no supe por qué el apodo— me habló de esas batallas, del rebusque, de su mamá que se vende en una esquina. Nos despedimos de manos, con la promesa de que a la próxima sí le colaboraba. A los quince días Saúl, el dueño de la cantina, me contó que a ese pelaíto que te quería chuzar lo mataron las convivir cerca de ahí, que los comerciantes del sector estaban cansados de sus amenazas a los clientes.

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Autor

  • Periodista, editor y magister en Estudios Socio espaciales. Trabajó en La Hoja de Medellín y La Patria, entre otros. Ha sido profesor de periodismo en la Universidad de Antioquia y la Pontificia Universidad Bolivariana. Callejero y relator de polvos urbanos.

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