Morgue

4 de julio de 2025

No los denunciaba por violar el Código Militar pero les proponía un trato. “Mañana a esta hora lo espero en mi apartamento”. Quién sabe cuantos pasaron por su cama. No llegó a capitán.
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Fotografía de Ramón Pineda Cardona.

Uno

Sus gustos eran chisme de cuartel. En los alojamientos irrumpía a las dos de la mañana ordenando sentadillas, lagartijas, trotes en calzoncillos. Los centinelas de la noche vivían más atentos de sus pasos que de los de la calle. El teniente era experto en acercarse sin que lo vieran. Ay de aquel que sorprendiera durmiendo o haciendo algo distinto a vigilar. No los denunciaba por violar el Código Militar pero les proponía un trato. “Mañana a esta hora lo espero en mi apartamento”. Quién sabe cuantos pasaron por su cama. No llegó a capitán. Una de sus víctimas lo denunció ante un general y luego de la investigación lo destituyeron. De la IV Brigada salió sin sus dos estrellas y sin sus medallas de contraguerrillero, lancero y paracaidista. Lo mataron en Cali, saliendo de una discoteca.

Dos

Iban al mismo hotel en el centro de Manizales para amanecer de viernes a sábado. La recepcionista los veía llegar a eso de las once de la noche pero no salir, eso le tocaba a la del otro turno. Esa noche entraron como siempre. Felipe S. decía uno —el que se veía mayor—, Manuel G, decía el otro. Pedían una pieza con dos camas, pero ella sospechaba que dormían en una sola. Les entregó la llave de la 205 y no los volvió a ver. Cuando al otro día llegó a coger turno el piso estaba patas arriba: a eso de las tres de la de tarde tuvieron que tumbar la puerta de la habitación. Los encontraron desnudos y abrazados. La pistola en la mano de Felipe… la sangre de los dos era una sola.

Tres

Cuando mataban a alguien como ella, se iba de puerta en puerta pidiendo plata para el ataúd y para que la difunta tuviera un entierro digno, acompañado. La Negra se encargaba de esos menesteres por pura solidaridad, porque tenía grande el corazón. En ese barrio de malevos, mecánicos, putas y travestís la conocían y frecuentaban su casa que era a la vez bar y motel. Llegó a vivir allí cuando apenas estaba haciendo el tránsito de niño a mujer. Le gustaba sonreír y no llorar, aunque era su tristeza, la de las suyas, lo que la llevaba a hacerse cargo de esas muertes ajenas. Un día le llegó su turno: por robarle, la mataron. La mama grande de Lovaina —el viejo barrio de tolerancia de Medellín— también tuvo un funeral.

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Autor

  • Periodista, editor y magister en Estudios Socio espaciales. Trabajó en La Hoja de Medellín y La Patria, entre otros. Ha sido profesor de periodismo en la Universidad de Antioquia y la Pontificia Universidad Bolivariana. Callejero y relator de polvos urbanos.

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