Pide una foto a su lado para enviarle a mamá. «Qué grande», dice. Cómo no, es la extravagancia de un pueblo sin extravagancias: la taza de café más inmensa del planeta.
Esa mañana, Chinchiná, al centro de Colombia, suma dos récords mundiales. El otro es Juanma Mérida.
Su cadencia delata a un tipo que no tiene tiempo por perder. Lo que en un principio debería ser una larga charla de carretera se redujo a respuestas que fueron, aunque honestas, desconcertantes. ¿Añora? ¿Dolió? ¿Fue peligroso? Algo, no mucho.
Masoquista o nómada funcionan. Pero existe un trastorno traducido al alemán que se ajusta mejor a su carácter: fernweh: la nostalgia por conocer tierras desconocidas o la pulsión melancólica de volver a casa para, sin remedio, salir de nuevo. Mérida parece vivir así: llegar para irse.
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Antes de comenzar su periplo tenía una vida ordinaria. Nació en Villena, el mismo municipio al sureste español donde entrena Carlitos Alcaraz. Corría al colegio, corría por el pan y por correr tanto se ganó una beca para ir a la universidad en Madrid. Su rendimiento en el deporte de orientación fue mediocre. Una lesión, fascitis plantar concluyeron los médicos, lo subió en una bicicleta para recuperarse. Dejó el trote y empezó a trabajar. En unas vacaciones de verano hizo bikepacking —pedalear autoabastecido—por España y Portugal. Fueron 4.000 kilómetros con exceso de equipaje.
Esa distancia, que hoy considera corta, cultivó el germen. Otro idioma, Marruecos en tres semanas y la certeza de que la extranjería le gustaba. «El mundo es mío», pensó. Siguieron las acciones de alguien sin retorno.
«Conozco gente desde hace años que todavía se está preparando —dice—. Yo solo miré el mapa y dibujé un círculo que abarcó el perímetro europeo. La propia idea marcó el camino».
—¿Así de sencillo?
«No planifico nada. Por ejemplo, lo de dónde voy a dormir se gestiona fácil. Cosas como la soledad tienen una curva de aprendizaje rápida que a la semana se dominan, al igual que la parte física».
Para conocer el mundo en bici, antes que piernas, se necesita cabeza. ¿Por qué? Porque la ruta es, sobre todo, derrumbar el miedo. En el caso de Mérida, el neocórtex, la capa externa que procesa el pensamiento racional, suele vencer al pánico —muchas veces exagerado— ubicado en el cerebro reptiliano. En otras palabras: el razonamiento regula la emocionalidad.
«No soy un robot, todos tenemos dudas, pero cuanto más pienso, peor. La imaginación es infinita. ¡Ay y si me secuestran, y si me caigo, y si me da un golpe de calor, y si los vientos están muy fuertes! En la cabeza existen miles de escenarios, ¿vale?, pero casi ninguno se hace realidad. Gastar tiempo en analizar algo que nunca pasará es inútil y, de ocurrir, surge el instinto”, dice, luego de lamer la crema chantillí del único nevado que vio en Manizales.
Es minoría.

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A la sombra de la desproporcionada taza de café Mérida no parece un atleta de atlas. Sus vértebras forman una línea jurásica de nuca a coxis, motilado de oficinista, olor neutro, ni un tatuaje a la vista, Maglia Nera, cero calcomanías o banderines que anuncian por dónde pasó.
—¿Un tinto?
«No, mejor vamos», y subimos por La Vieja mientras él, adelante, marca el paso.
Crac, otro giro; crac, sin piedad; crac, salta brusca entre la pacha pegajosa. Todavía no se salió pero lo hará. No importa. La tarea ese día, y los años previos, es igual: llegar arriba, llegar abajo, llegar allá, siempre llegar, pese al ruido. Nada sugiere que su historial supera al de Egan o Nairo, nada, excepto lo evidente: la cadena cedió y el pantalón, que utilizará horas después para ir al Palogrande, necesita una correa.
Con tres continentes en sus pantorrillas Mérida deja ver, acaso de manera involuntaria, algunos rasgos de escepticismo. También evita aleccionar. Ese estereotipo del que viaja, al viajar se transforma y al transformarse se vuelve un transformador, aparece, desde el saludo, hasta la despedida, una vez. En el mirador de Chipre le aconseja a una mujer: «Viaja sola».
Ella asiente.
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Fue una elección práctica: 27 países, 13.000 kilómetros, en 100 días. Para hacerlo solo tenía que abrir la puerta de su casa. Quería ir al norte y del norte al sur. Es, asegura, «el continente más interesante del mundo. Hay castillos hay palacios».
Volar tortugas sobre el asfalto, entrar a un barco, rodear una montaña de cenizas judías, ahuyentar zorros, jugar en boleras de intemperie, bailar descalzo. La Casa de las Cabezas Negras. Desviarse por una ducha pública y, saben quienes se mueven sin baño, «aquí he triunfado como los chichos». Mirar castillos, mirar palacios. Nadar en playas croatas, comer comida polaca, dormir en cabañas suecas. Poca burocracia, misma moneda. Ausencia de fronteras, diría Leila Guerriero.
Mientras tanto, Ucrania en guerra.
El 24 de febrero de 2022 se ordenó la mayor invasión europea desde la Segunda Guerra Mundial. Vladimir Putin, presidente de Rusia, aseguró que uno de sus objetivos era «desnazificar» lo que, en entrevista con el periodista estadounidense Tucker Carlson, calificó como un «Estado artificial». El costo humanitario de dicha perorata: 42.000 civiles muertos o heridos, entre ellos unos 2.500 niños, y casi 11 millones de desplazados, según Acnur.
—¿Ahí qué hizo?
«Cree un crowdfunding con el que recogí 3.000 euros para los refugiados. Es verdad que no es una barbaridad de dinero, pero a alguien ayudé, seguro. Cuando uno ayuda no solo lo hace por la otra persona, también por uno mismo. Aunque voy a matizar algo, en el resto del viaje dejé de ser solidario».
—¿Por qué?
«Tuve una mala experiencia que en su momento no supe gestionar. Alguna gente me decía (por las redes) que el dinero para los refugiados me lo estaba quedando yo. ¡Joder, no sé por qué me afectaba! Había otros que donaban y me decían que les debía una cerveza. No pude con eso. La única forma de no recibir críticas es no hacer nada —dice—, no ser nadie».

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Christopher McCandless se tomaba fotos con una cámara análoga. Christopher McCandless tenía un diario. Christopher McCandless le escribió a un amigo: «No eches raíces, no te establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada. No necesitas tener a alguien contigo para traer una nueva luz a tu vida. Está ahí fuera, sencillamente». Durante los primeros días de septiembre de 1992, con 24 años de edad, un grupo de cazadores encontró el cuerpo de Chris en estado de descomposición dentro de un autobús abandonado en los bosques de Alaska.
113 días antes de morir por inanición, McCandless vivió salvaje. Comía ardillas, ranas, urogallos y pájaros carpinteros que cazaba con un rifle Remington Nylon 66. La dieta, de un alto déficit calórico, la complementaba con papas, ruibarbos y semillas de arvejas de olor silvestre que lo envenenaron. Intentó escapar, un río caudaloso se lo impidió. En su diario se lee: «¡100 días, lo hemos conseguido! Muerto de hambre. Demasiado débil para salir caminando».
Jon Krakauer narró su odisea en una crónica, luego en un libro. Sean Penn lo inmortalizó en una película: Into the Wild. El bus 142 de Fairbanks City Transit, donde encontraron el cadáver, fue sacado de la espesura en helicóptero. Era la meca para miles de peregrinos. Algunos, celular en mano, murieron en el intento.
Al abuelo le hablo de McCandless y sus apóstoles. «Ingenuos», dice, y remoja la arepa que morderá con las encías, «¿para qué imitar a un muchacho que se murió por bobo? ¿Para qué estar pegado de esos aparatos mostrando la vida?».
Gürkan Genç, cicloviajero que sumaba —la última vez que hablamos— 78 neumáticos estallados en 50 países, le diría: para regresar y «ser ministro de Deporte en Turquía». Un padre sin hija imaginado por Emmanuel Carrère respondería preguntándose: «¿Para estar zen?». IA sugiere: para negarse a las rutinas rígidas y los modelos tradicionales: horario fijo, casa, carro, hijo. Mérida cree, elemental, que nadie quiere ser un nadie.
«En las redes sociales la gente publica cosas por reconocimiento —dice—. Mira dónde viajo, mira mi trabajo, mira lo bien que me va. Quieren que los demás sepan que eres una persona exitosa. Honestamente, eso me da igual. Yo las utilizo por un tema de seguridad: para que mis amigos y familia vean por dónde voy. No puedo hablar directamente todo el tiempo con cada uno de ellos».
Por su parte, Sarah Bakewell, profesora en escritura creativa de la City University de Londres, lo resume así en su ensayo Cómo vivir. Una vida con Montaigne: «El siglo XXI está lleno de gente que está llena de sí misma. (…) miles de individuos fascinados por sus propias personalidades y gritando en busca de atención. Los (…) networkers ahondan en su propia experiencia privada, y al mismo tiempo se comunican con sus semejantes humanos en un festival del yo compartido».
Postearse, otro paradigma de éxito.

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Aquí en tierra luce sereno. Jamás dijo RE-SI-LIEN-CIA o PRO-PÓ-SI-TO, lento, exagerando la mandíbula en mayúscula, como motivan los motivadores empresariales.
En YouTube, por el contrario, Mérida es un héroe que trota en puntas y grita alrededor de un círculo compartido por Alemania, Países Bajos y Bélgica. El video registra 1.200 vistas. «Qué majo eres», «no te imaginas cómo motiva esta súper aventura», «cuál sería tu top 5 de ciudades en las que has estado», «tengo que felicitarte por esa fuerza que irradias», comentan en el muro y el tránsito de la euforia a la desazón ocurre en el regreso. Llegar, a veces, es una trampa.
«Cuando llego a mi casa empieza la parte difícil del viaje —dice—. De pasar 100 días por las nubes a someterme a una vida normal. Es lo mismo que ser un león, aunque enjaulado».
—¿Tan difícil?
«Duro duro».
Al león enjaulado los expertos suelen llamarlo «depresión post-viaje». Ansiedad, desmotivación, la pesadumbre de un domingo sin festivo. Poco a poco acaban las reuniones de bienvenida y la quietud impone su rigor.
Muchos dejan pasar los días. El que quiere una marginalidad autoimpuesta, sale otra vez. De nuevo el coctel cerebral. La dopamina, pero en mayor medida la noradrenalina, ganan la batalla. Los neurotransmisores aumentan la capacidad de respuesta ante situaciones nuevas, potencialmente estresantes. África.

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Hay quienes creen, todavía, que el sur es una polvareda verde o amarilla. Hambre, sed y bestias, creen. Todo igual, desde Marruecos, Argelia, Libia y Egipto, hasta donde despuntan los blancos que hablan afrikáans y fueron colonia holandesa y del Reino Unido.
Mérida no lo creía, sin embargo, se asustó. Lee en el aviso: «DANGER WILD ANIMALS NEXT 50 KMS». «La comida voy a ser yo, si me atacan», anticipa.
El Parque Nacional Mikumi en Morogoro, Tanzania, es una llanura que cubre 3.230 kilómetros cuadrados al sureste del país. Alberga a los cinco grandes: leones, leopardos, elefantes, búfalos y rinocerontes. Sus sabanas, con acacias y baobabs, son atravesadas por la autopista A7, que conecta al puerto de Dar Es Salaam (el cuarto más importante de la costa africana del océano Índico) con la frontera keniata. La carretera, pavimentada en su totalidad, además de ser un necesario enlace mercantil, fragmenta el hábitat, facilita el acceso de cazadores furtivos y sirve como pasarela de entrada para los turistas que hacen safaris.
Allí, tras unos minutos recorridos, Mérida ve a un babuino amarillo, «no me ataques, eh, te tengo controlado. ¡Joder, qué grande era, madre mía chaval!»; ve impalas, «¡wowww, mirar, hay un montón, un montonazo!»; ve cebras, un jabalí, una serpiente gorda y una jirafa que se le quedó mirando. Pero las leonas son las que cazan.
«El único vulnerable era yo porque los camioneros estaban dentro de sus camiones —dice a través de la pantalla—. Me he puesto al lado de la puerta de uno y el cabrón se ha empezado a reír, aunque vamos, si nos hubiera atacado seguro me ayuda. Luego me le he pegado a un camión a rebufo y he pasado esa zona rapidísimo hasta salir del parque. Una pena no haberlo podido grabar, estaba en shock».
Continúa: «Ver una leona tan cerca no es agradable. Lo bueno es que estaba a 100 metros, que si hubiera venido corriendo tiro la bici a tomar por saco».
25%, esa es la cifra precisa, cuantificable, que le deja a la muerte cuando está expuesto. «¿Merece la pena el riesgo?», se pregunta, «sí», se responde.
Empezó en El Cairo y bajó por el borde oriental hasta Sudáfrica. Pasó por Sudán, Etiopía, Kenia, Tanzania, Zambia, Botsuana y Namibia. En determinadas zonas fue un extraterrestre. Todo está en el libro que aún no publica. Quiere hacerlo autogestionado porque las grandes editoriales se quedan con las ganancias.
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Si bien nunca mencionó las renuncias de McCandless, ambos comparten un principio: avanzar con ingravidez.
Christopher destruyó las tarjetas bancarias, donó todo y entró a la Reserva Denali con un puñado de libros, un arma y harapos para el frio. Mérida entró a su último continente con nueve kilos: saco de dormir, un par de camisetas, pantalón y pantalonetas, chanclas, chaqueta, dos uniformes, elementos de aseo, herramienta, colchoneta inflable, una estufa miniatura y una carpa. Nada sobra. Con esto puede sobrevivir un adulto de 36 años en las bermas.
«Viajar en bici es barato porque te ahorras el alojamiento —dice—. Duermes en la carpa, donde los bomberos o en comisarías de policía».
En Europa se gastó 1.000 euros y por África, 2.500. En Suramérica registró un superávit de 7.363 euros. ¿Cómo ganó dinero?, le pregunta uno de sus seguidores por Facebook. «Desde luego que no con mi canal de YouTube», responde.
Se puede comenzar con los ahorros, se puede trabajar a cambio de alimentación y un pequeño sueldo, se puede tener una renta en el país de origen, se puede ser artista o artesano, se puede gozar del mecenazgo, el patrocinio de marcas, o, con suerte, una estrategia, constancia y paciencia digital, se puede ser influenciador.
—Con los gastos cubiertos, ¿cómo es la rutina?
«Depende del país, si es cálido me levanto pronto, si es frío, tarde. Muchas veces no desayuno. Hago un par de horas de viaje, paro, como algo y repongo el agua que me gasté. De ahí afronto otros 50 kilómetros para buscar un sitio qué conocer. Después, una comida fuerte en un restaurante lo más local posible. Descanso. Cuando baja el sol hago otros 20, 30 o 40 kilómetros con la idea de dormir, dormir pronto. El viajero en bicicleta vive con las horas del sol, el sol es su día y hay que aprovecharlo al máximo».
Así, un año exacto, en el sur americano.

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Saca la camiseta del Once Caldas con la que durmió, la coloca sobre la mesa, y, mientras organiza la maleta que cuelga del sillín, concluye: «Cuando estás en el proceso del viaje nadie te hace caso, para los demás eres un loco intentando hacer algo grande. Pero cuando eres un loco que consigue algo grande pasas a ser un ejemplo, un modelo».
Como estaba previsto, lo logró. Está de regreso y disfruta de cosas conocidas. Entre los suyos, y entre los bikepackers, es un modelo.
A fuerza de biela recorrió 28.000 kilómetros por Colombia, Venezuela, Brasil, Paraguay, Uruguay, Argentina, Chile, Bolivia, Perú y Ecuador en 365 días. Todo con 181.232 metros de desnivel positivo, algo así como la distancia necesaria para escalar el Everest, desde el campamento base hasta la cumbre, 51 veces. Nadie lo ha hecho. Merece ser reconocido como el ciclista más rápido en darle la vuelta a Suramérica. Pero el título es incierto.
Para colgar en la pared un diploma del récord Guinness hay que cumplir con cinco criterios: que el resultado sea “rompible, medible, estandarizable, verificable y medido por un solo superlativo (sin combinaciones de diferentes logros)”. El libro de rarezas advierte, además, que quien quiera validar una gesta debe avisarle a los jueces antes de intentarlo. Mérida lo hizo, pero después.
Todavía espera una decisión. Mientras llega estará por ahí, fernweh, caminando por el pan.