Entre las cosas que recuerdo de La Habana está la oscuridad, aunque parezca inverosímil en el Caribe. Una oscuridad total, diaria y agobiante, ante la que solo quedaba resignarse. Era mi última noche en la ciudad y la penumbra de las calles era igual que los días anteriores; el calor, el mismo de siempre, y el Centro, un hervidero exultante de juergas y vidas consumidas en los portales. Así fue como di con la casa de la señorita Elsa Alejandra, la librería más linda y más triste que vi en mi vida. Llegué a ella por casualidad, mientras intentaba escapar del bochorno de La Habana Vieja hacia el espacio amplio y fresco del Malecón.

Unas horas antes había renunciado a seguir buscando librerías en la capital cubana. La experiencia había sido una frustración repetida. Todas eran iguales, con aire de oficinas de información turística o de tiendas de museo arrasadas. Sus anaqueles vacíos invitaban a salir pronto, y tras un par de visitas no era difícil adivinar los títulos que se exhibían: las obras de Martí, La historia me absolverá, y luego una lista interminable de libros sobre Fidel y la Revolución, Fidel y el Imperialismo, Fidel y la Religión, Fidel y el Feminismo, Fidel y cualquier cosa que se le ocurra a uno.


A tientas por Obrapía, lo que llamó mi atención de la casa de la señorita Elsa Alejandra no fueron los libros, sino la débil luz que salía de su portal y ayudaba a los transeúntes a guiarse un poco por la calle oscura. La casa estaba en el primer piso de un edificio de cuatro o cinco plantas, y sobre su puerta de entrada vi un letrero que despertó mi curiosidad. En esta ciudad de apagones, resultaba más que llamativo: Librería El Lucero del Amanecer.
Cada vez que se me escapaba un “señora”, la señorita Elsa Alejandra me corregía con una mezcla de sutileza y decisión. Ella vivía allí, en su librería, aunque lo correcto sería decir que vendía libros de segunda mano en el portal y la sala de su casa. En los espacios restantes —una habitación oscura y una cocina de baldosas blanquiazules resquebrajadas,— esta mujer de ochenta y cinco años, de arrugas finas, piel curtida por el sol y pelo corto a la altura del mentón, vivía hacinada con su nieto de siete años.

Pero en Cuba las fronteras son porosas y absurdas. Para el gobierno, que rechaza la palabra pobreza, la señorita Elsa era la pujante dueña de una pequeña empresa. No importaba que apenas le alcanzara para vivir con el dinero de sus exiguas ventas. Al mismo tiempo, en un país donde las librerías escasean y las pocas que existen son controladas por el Estado —que decide qué se edita, qué se publica y qué se autoriza—, la casa de la señorita Elsa era la mejor librería de La Habana.
La cuestión es que no resulta claro dónde termina una y dónde comienza la otra. Al entrar quise ser discreto, pues sentía vergüenza de invadir su espacio privado. Mientras revisaba los libros en las repisas, apilados sobre el suelo o amontonados en cualquier rincón, podía ver la cama destendida, la ropa en el tendedero y un par de ollas gastadas en la cocina. No recuerdo si había baño o ducha, solo un enorme balde amarillo con agua y una palangana de plástico verde flotando en él.


Entonces la señorita Elsa asumió su rol y se convirtió en la mejor librera de La Habana. Preguntaba, conversaba, sugería. Era el alma de la casa, y poco a poco en ella se fueron encarnando todas las alegrías y las tristezas de quienes habían desaparecido de las demás librerías habaneras: Virgilio Piñera, Lydia Cabrera, Lezama Lima, Cabrera Infante, Leonardo Padura. Pero nada de esto bastaba para ocultar la pobreza que la rodeaba. En su casa se condensaban las promesas y los fracasos de una Revolución que había prometido un futuro mejor, de igualdad y bienestar para todos.
El edificio donde estábamos había sido, en otro tiempo, una de las tantas joyas de la arquitectura moderna de la ciudad. Sus dueños, igual que muchos otros, habían dejado el país tras el triunfo de la Revolución. Luego, con la entrada en vigor de la Ley de Reforma Urbana en octubre de 1960, esas propiedades se repartieron entre los cubanos sin vivienda. Desde entonces, sin recursos para mantenerlas y con una Revolución golpeada por el bloqueo y sus propias crisis, aquellas construcciones habían sufrido un proceso constante de degradación. Así fue como La Habana adquirió su estampa de ciudad en ruinas.

En un rincón estaban apilados varios de los libros de Fidel Castro que había visto en otras librerías. Tan pronto como la señorita Elsa notó mi interés, tomó uno y me lanzó una frase que me golpeó con fuerza desconcertante:
—Este es el que nos devolvió la dignidad —me dijo. Luego miró con nostalgia la portada, hojeó algunas páginas al azar y completó la frase:
—Antes de Fidel vivíamos como animales.
No me atreví a preguntar a qué se refería. Y aunque me lo hubiera contado, seguramente no habría conseguido ponerme en su lugar. Para cualquiera fuera de esta isla, la señorita Elsa tenía todo menos una vejez digna. Entonces, ¿qué había en su historia que, a pesar de llevar una vida condicionada por la pobreza, la escasez y los apagones, esta mujer decía con toda serenidad que ahora vivía mucho mejor? Y en todo caso, ¿qué podía saber yo —que solo venía, miraba y me iba— sobre la dignidad?
—¿Y hoy? —fue lo único que dije.
—Fidel era Fidel. Hoy cada día es más difícil — me respondió.
