Nápoles es una ciudad de creyentes. Para los napolitanos no existen las casualidades, fenómenos extraños e inverosímiles. En cambio, están convencidos de que los milagros no solo son posibles, sino cotidianos en su vida y la de su ciudad. Para cualquier visitante extraño la diferencia puede ser sutil o sin importancia: distintas formas de nombrar lo inexplicable. Para los napolitanos, por el contrario, es una diferencia de sentido. Mientras los hechos de la casualidad dependen del azar, en los milagros interviene una fuerza superior, de origen o inspiración divina, que hace de lo ocurrido algo trascendental, maravilloso y extraordinario. La obra de un Dios.
Una de las explicaciones para esta particular visión es que en Nápoles se mezclan la pobreza, una profunda tradición católica y una cultura popular propensa a las cábalas y los augurios. Por ejemplo, los napolitanos están convencidos de que desde hace varios siglos en la ciudad tiene lugar el milagro de la licuefacción de la sangre de San Genaro (272–305 d.C.), su obispo, mártir y santo patrono. Desde 1389, en la Cattedrale Metropolitana di Santa Maria Assunta se exhiben, en un relicario de plata, dos ampollas de vidrio con la sangre del mártir. Tres veces al año el relicario es retirado de su lugar y, mientras un sacerdote lo sostiene en alto y lo hace girar, los fieles rezan ante él. Entonces, se supone, ocurre el milagro: la pasta reseca, de tonos rojizos y negruzcos, comienza a burbujear y se convierte en un líquido que llena por completo los recipientes de vidrio. Un cambio en el estado de la materia sin explicación científica, posible solo, según la Iglesia, por la fe y la oración de los creyentes reunidos.

El problema es que el milagro no siempre sucede, y este es el peor de los augurios para los napolitanos. Porque si la sangre de San Genaro se licúa, esto es una señal cierta de que los meses por venir serán buenos y prósperos para la ciudad y sus habitantes. Por el contrario, cuando se mantiene sólida, es previsible esperar malos tiempos. Eso fue lo que ocurrió, cuentan los napolitanos, de forma sucesiva entre 1939 y 1940. La sangre del santo se mantuvo como una masa dura para advertir sobre los difíciles tiempos que vendrían con la Segunda Guerra Mundial y la entrada de Italia en el conflicto.
Pero incluso sin esos antecedentes, es comprensible que para una ciudad que convive con la destrucción como una posibilidad real —pues vive y duerme bajo la sombra incierta del monte Vesubio— determinar si la sangre se licuó o no sea algo más que una simple curiosidad. No se trata de una superstición menor, sino de un gesto cargado de sentido: una forma de leer el destino de Nápoles.

El problema, sin embargo, es que el santo murió diecisiete siglos antes de la invención del fútbol. De manera que, aunque los napolitanos pueden pedirle a San Genaro que libre a su ciudad de catástrofes, pestes o tragedias, y encomendarle la protección de sus familias, no pueden rogarle que el Napoli S.S.C. sea campeón de Italia o de Europa. Por eso, desde su fundación en 1926, el equipo tuvo que conformarse con ser el equipo pobre de una ciudad también pobre. Es decir, un club de media tabla, condenado a deambular entre resultados inciertos y esporádicos pasos por la segunda y la tercera división.
A sus aficionados no les quedó otro remedio que soportar, año tras año, este viacrucis. Se acostumbraron a recibir el desprecio y las burlas de los aficionados de la Juventus y el AC Milán, los ricos equipos del norte de la península que celebraban títulos y disfrutaban de los mejores futbolistas del mundo. Hasta que en 1984 el milagro se hizo carne y Diego Maradona fichó por el Napoli S.S.C.

Si en el calendario gregoriano el nacimiento de Cristo marca un antes y un después en la historia, los napolitanos dividen la historia de la ciudad y del Napoli S.S.C. en un antes y después de Maradona. Con el argentino comenzó un periodo de éxitos deportivos único, que llevó al club napolitano a ganar sus dos primeros títulos de Serie A (1987 y 1990), a obtener una Copa Italia (1987), una Supercopa de Italia (1990), y a ganar su único trofeo internacional: la Copa de la UEFA (1988–1989). El argentino se convirtió así en el capitán y la estrella de un equipo mítico, y la ciudad disfrutó de las miradas del mundo y la opulencia del turismo.

Para los napolitanos, desbordantes de fe y pasión, Maradona fue también una metáfora de su existencia. De la mano del futbolista, que a pesar de nacer en la pobreza de una villa de Buenos Aires desafió a los ricos y los poderosos, Nápoles se redimió de sus humillaciones históricos y obligó, por lo menos en la cancha, a que las poderosas ciudades del norte se arrodillaran ante ella. Razones suficientes para que, desde la muerte de Maradona en 2020, su rostro se haya apoderado de las calles de la ciudad. Se lo ve en banderas, fotos, pancartas, camisetas, carteles y objetos de todo tipo. Maradona es homenajeado en cada casa, en cada cuadra, en cada esquina. Incluso existen altares en los que, a la manera de un santo, se le venera y se le piden toda clase de milagros a este dios inquieto.
Dicen los napolitanos, para convencer a los escépticos, que una de las mayores pruebas de su intervención divina ocurrió en 2023. Entonces, después de 33 años, el Napoli S.S.C. ganó su tercer título de Serie A. Treinta y tres es la edad de Cristo, y tres son las veces que en el año ocurre el milagro de la licuefacción de la sangre de San Genaro, un santo nacido en el siglo III; y tres años habían pasado desde la muerte de Maradona. Por eso, como una fervorosa plegaria, los napolitanos ya no dejarán nunca de repetir:

Oh mamma mamma mamma
Oh mamma mamma mamma
sai perché mi batte il corazon?
Ho visto Maradona
Ho visto Maradona
eh, mamma’, innamorato son
Mamá, mamá, mamá,
mamá, mamá, mamá,
¿sabés por qué me late el corazón?
Yo lo vi a Maradona,
yo lo vi a Maradona
y enamorado estoy.
(Traducción de Ezequiel Zaidenwerg)

