Desarmando a Belgrado

12 de septiembre de 2025

Sí, la guerra está presente de muchas maneras en las calles de Belgrado, pero mi imaginario, ese del serbio francotirador y genocida, cambiaba a cada minuto que recorría la ciudad. Este país es también el del tenista Djokovic y del del cineasta Kusturica —que aunque nació en Sarajevo, se considera serbio—.
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Cuando pensaba en Serbia solo podía imaginar francotiradores —los de la guerra en Sarajevo y en Croacia— apuntando a la cabeza, al corazón o en muchas ocasiones, a una pierna, para no matar pero sí invalidar. Ese conocimiento viene de películas como En tierra de nadie en la que dos soldados enemigos —uno serbio y uno bosnio— quedan atrapados entre los dos bandos, o de libros como Territorio Comanche en el que el escritor Arturo Pérez Reverte describe con crudeza e ironía la guerra de los Balcanes y el cubrimiento que de ella hacen los periodistas.

En mi cabeza los serbios siempre estaban armados, dispuestos a disparar sin la menor compasión. Por eso, esa madrugada que en la frontera entre Hungría y Serbia nos bajaron de la buseta para interrogarnos, sentí pánico.

Mi amigo Diego y yo habíamos llegado al aeropuerto de Budapest, desde Valencia, España, a eso de las once de la noche. Allí un guía nos recogió junto a otros ocho pasajeros que teníamos como destino a Belgrado. El recorrido entre una capital y otra dura unas cinco horas, dependiendo de cómo esté el paso de la frontera. Solo íbamos dos colombianos —dos latinos— en esa buseta. El resto eran serbios —y tal vez un par de rusos— que hablaban en un idioma ininteligible y tan alto y tan fuerte que parecían estar discutiendo.

El Víctor desnudo en lo más alto de Belgrado.

El conductor era el que ponía los temas, el que discursaba con más vehemencia. Como si todos se conocieran, y no fueran simplemente compañeros de viaje, iban metiendo uno a uno la cucharada. Al contrario de estresarme, me gustó esa sensación de no entenderles nada, de estar tan cerca de ellos, pero a la vez tan aislados en medio de ese frío y esa lluvia que afuera caía en los planos paisajes de Hungría. De vez en cuando creía codificar alguna que otra palabra como “Yugoslávuya”, “Tito”, “komunizam” y supuse que la conversación era sobre política.

De un momento a otro apareció la palabra “colombianos”. Sí, el conductor pronunció clarito nuestra nacionalidad. No era para alarmarnos, supusimos que le estaba advirtiendo a los demás que tal vez en la frontera se iba a demorar más por nuestra causa. Y así fue. A la salida de Hungría no hubo nada raro, no les importó que saliéramos de su país, pero a la entrada de Serbia, cuando el guardia fronterizo les pidió a todos su pasaporte y los leyó, nos buscó con los ojos y pronunció mal nuestros nombres. Dijimos presente con la mano. Nos analizó por un instante, luego se fue y al rato volvió para pedirnos que nos bajáramos. Una chica serbia nos dijo en español que si requeríamos ayuda le dijéramos, que ella entendía un poco nuestro idioma. Claro, muchas gracias, le expresamos.

A la entrada del Palacio de gobierno.

Afuera, a tres grados bajo cero en un pequeña oficina, apareció un militar. Rubio, atlético, unos veinte centímetros más alto que yo —y treinta más que Diego— , con su rostro impasible, duro, su tono de mandamás. Era casi todo lo que en mi imaginario tenía de lo que era un serbio. ¿Why come to Serbia? preguntó. No hablo inglés pero claro que le entendí. Sorry, ai don espiki ingles le respondí tratando de pronunciar bien esa frase que tanto me enseñaron en el colegio. No supo que hacer, y procedió a revisarnos los bolsos.

Entre todo, lo que le llamó la atención fueron las dos libras de Harina Pan, que mi amiga Claudia —la que nos invitó a su casa en Belgrado— nos había pedido que le lleváramos pues allí no se consigue. ¿What it is? ¿what it is? preguntaba mientras las olía. Menos mal que no era coca, pero ¿cómo explicarle lo que es una arepa? ¿Y que esa es la harina con la que se hace? Arepas, arepas, exclamé mientras instintivamente hice con las manos el gesto de amasarlas. Fuera de contexto, ese gesto se ve más como un juego de aplausos. Y claro, se confundió más. Estaba a punta de abrirlas pero acaté a exclamar Fud, fud, dis is fud. Entendió y me creyó.

Calles en el centro de Belgrado.

Se concentró entonces en nuestra billetera. En la mía encontró una bolsita, de esas en las que se guarda el perico, pero está en vez del polvo blanco, guarda una estampita que tiene la imagen de una luz galáctica, es una “carga protectora” que mi hermana me renueva cada tres meses para que en mis callejeadas no me pase nada.

— ¿What it is? ¿what it is? preguntó el militar mientras abría la bolsita y la olía.

— Protetchion, protetchión for mi…  de los nervios no supe procesar la frase correcta en inglés y eso fue lo que me salió.

— ¿What? ¿What protection?

— Ai am very religius, dis is protetchion for mi.

No sé si me entendió pero la carga protectora funcionó porque al parecer se cansó de lidiar con mai bad ingles —el de Diego es peor—, nos escoltó hasta la buseta y nos devolvió los pasaportes. Cuando subimos, casi nos aplauden, no fue tanta la demora en la frontera. Una hora después hicimos una parada en un restaurante de carretera. Ya estábamos en Serbia y había que celebrarlo comiendo lo que nos pareciera más desconocido y apetitoso. Nos fijamos en un enorme pastel como de hojaldre, con muchas capas y muy crocante, que venden por porciones. Los había de queso y de carne. Pedimos ambos y así conocí una de las delicias de la gastronomía serbia, el burek.

El burek, una delicia de Belgrado. / Crédito: imagen tomada de legoutdabord.com

O de queso, o de espinacas, o de carne picada mixta de cerdo y ternera. Así se rellenan los burek que además son con masa filo, pimienta, patata, y mucha, pero mucha, mantequilla… son grasosamente deliciosos y la costumbre es comérselos al desayuno, recién horneados, porque más tarde pierden su crocancia. Y es cierto, entre los que comimos en el restaurante y luego recién hechos, en la casa de mi amiga colombiana y su esposo serbio, el sabor pasaba de rico a exquisito. Después me enamoraría del cevapi que es carne picada a la parrilla pero con forma de salchicha y que se come con cebolla, queso y envuelto en un pan pita. Y también, si hubiera tenido más tiempo, me habría llenado con las sarmas, que son un envuelto en col encurtida, relleno de arroz y carne picada.

Belgrado es una ciudad que nunca soñé conocer, pero no fue sino llegar, pisarla, para cargarme de emociones, para dar gracias por esta allí, en la capital de un país que no está en el circuito turístico europeo pero que está llena de una complejidad histórica que la hace bella en sus contrastes, que no está contaminada por ese afán de agradarle a los extranjeros y que cuando la caminas, cuando la habitas saben que quienes están allí son de allí. O a la sumo, rusos, que si los hay por montones por la cercanía ideológica, política de los dos gobiernos.

Cruce de caminos

A las casas de Belgrado, y de Serbia, se debe entrar descalzo o en calcetines. Los zapatos se dejan en la puerta. A los serbios les gusta conversar, son enérgicos y cantan su música tradicional a grito herido. Beben rakia, un licor de frutas fermentadas que tiene como mínimo 45 grados de alcohol. Se toma a manera de shots y como mi curiosidad de probarlo en sus diferentes sabores, que el de ciruela, que el de uva, que el de durazno, estuve a punto de caer borracho en medio del olor y el humo de cigarrillo que me llegaba de cualquier parte, de la calle, del bar, del restaurante, sin poder evitarlo, porque en este país se fuma por montones y no hay zonas restringidas para ello.

Los serbios son de rostros fuertes pero finos, altos, elegantes, perchas a las que todo les queda bien. Ellas se arreglan hasta para ir a mercar, a veces me sentí como en un flash mob de diseñadores de alta costura. Tanta elegancia en la calle, tantas espaldas rectas y pasos largos que es muy notorio saber quiénes no son de allí. Sentíamos que nos miraban con extrañeza, por bajitos o por el color de piel. No es un país en el que abunden los latinos, a excepción de los cubanos que llegaron en aquellos tiempos de la amistad entre Fidel y Tito, el hombre más poderoso de la antigua Yugoslavia.

Tumba de Tito en La casa de las flores.
Suvenires en el Museo de Yugoslavia.

Él nació en Liubliana pero murió en Belgrado, cuando ambas ciudades junto con Skopie, Zagreb, Podgorica y Saravejo eran parte de la gran Yugoslavia. Ahora son las capitales de Eslovenia, Serbia, Macedonia, Croacia, Montenegro y Bosnia- Herzegovina, respectivamente. Famoso como presidente por decenas de años y porque, entre cosas, formó un ejército de partisanos que derrotó sin ayuda de los aliados a las tropas alemanes en la II Guerra Mundial, Tito sigue siendo una leyenda. Muchas cosas lo recuerdan en esta ciudad de los Balcanes, entre ellas el Museo de Yugoslavia.

En ese museo se cuenta cómo era ese país de los Balcanes ahora dividido en siete. Allí dentro está La casa de las flores, un edificio que tiene la tumba de Tito y un montón de fotos y objetos que narran su vida, su gesta revolucionaria y su muerte el 4 de mayo de 1980. A sus funerales asistieron cuatro reyes y 31 mandatarios, entre los que se destacan Fidel Castro, Margaret Thatcher, Leonid Brezhnev, Indira Gandhi y Sadam Hussein. El entonces presidente de Colombia, Julio Cesar Turbay Ayala, no asistió.

En la tienda del museo hay banderas, libros, camisetas, comics, vasos con la cara de Tito e imanes que hacen alusión al Yugo, ese carrito parecido al Simca que era ensamblado en esas tierras y que aún puede verse circulando por la ciudad.

El Yugo, uno de los símbolos del pasado yugoslavo. / Crédito: Claudia Moreno.

Si uno camina por las calles de Belgrado puede toparse con los edificios bombardeados por la OTAN entre marzo y junio de 1999. Están sin reconstruir como ejercicio de memoria de lo que fueron esos ataques aéreos contra objetivos militares, pero que dejaron miles de civiles muertos. El objetivo era obligar a Slobodan Milošević —en ese entonces presidente de lo que quedaba de Yugoslavia— a retirar sus tropas de Kosovo, región que buscaba su independencia como país. Esta y otras guerras balcánicas han llevado a que los serbios tengan de enemigo a la mayoría de sus vecinos. No se la llevan ni con los bosnios, ni con los croatas, ni con los albaneses.

Edificios bombardeados por la OTAN.

Para los transeúntes, están ruinas de la guerra parecieran solo paisaje. Están más afanados por tomar el bus eléctrico o el tranvía de su extenso y ágil sistema de transporte público que para envidia mía, es gratuito. Se siente tan bien no necesitar dinero para desplazarse de un lado a otro de la ciudad, por eso lo usé cada vez que quise. Amé esos viejos vagones rojos, verdes y amarillos del tranvía que son de la época de la Yugoslavia socialista. Están destartalados y traquean tanto que uno cree que se van a desarmar.

Viejo tranvía.

La casa de las flores, el Yugo y el tranvía no son la única huella que queda de aquella Yugoslavia del Bloque de Hierro. Uno de sus dos estadios se llama Partizan, en homenaje a aquellos partisanos que vencieron a los nazis y porque en él tenían lugar las justas deportivas de las juventudes comunistas que anualmente celebraba Tito. Y al lado izquierdo del río Danubio y más cerca de su afluente, el Sava, queda un sector llamado desde los años cincuenta, Nuevo Belgrado. Allí abundan construcciones de la arquitectura brutalista con sus muros de hormigón, su apariencia fría, pesada, de estar inacabada, pero que cumplían el fin de ser resistentes a la guerra y ser funcionales ya fuera como oficinas gubernamentales o viviendas dignas para el pueblo, en aquella época de vida socialista.

Viviendas de la arquitectura brutalista.
En los parques de los barrios «brutalistas» las sillas estan acomodadas para que nadie se mire frente a frente.

Y en contraste a ese Nuevo Belgrado, que ya es viejo, desde hace diez años —en lo que antes era una basurero maloliente que le daba la espalda a la ciudad— nació Waterfront, un complejo urbanístico que incluye modernos edificios como la Torre Belgrado que parece una botella al revés, hoteles cinco estrellas, restaurantes de lujo, un malecón que sirve de pasarela para pasear la riqueza y edificios de costosos apartamentos con nuevos inquilinos que no contaban con que tienen de vecino un histórico puente construido en la Primera Guerra Mundial y que hace mucha bulla cuando por ahí pasa el tranvía. Pidieron desmontarlo porque no invirtieron tanto para tener que aguantarse ese estruendo. Sus peticiones fueron escuchadas y enero de 2025 comenzó su fin. 

Water front al lado del río Danubio
El río Danubio atraviesa todo Belgrado.

Cerca de Waterfront hay un sector que parece en ruinas, de viejas fachadas y muchos grafitis, pero que adentro alberga los bares de rock, de música alternativa, de los jóvenes, de los estudiantes, de la bohemia en medio de una ciudad que pareciera más bien conservadora, que practica la religión ortodoxa y que acude masivamente a San Sava, una de las iglesias más grandes de esa religión en Europa y uno de los templos más hermosos que estos ojos han visto.

San Sava.
Por dentro el templo brilla.

San Sava fue el primer arzobispo serbio y es el santo patrón del país. Su templo se asemeja por fuera al de Santa Sofía en Estambul y por dentro deslumbra con sus líneas en laminilla de oro, por lo espacioso y limpio, por sus arcos y sus santos en pedestales a los que se le hace fila para besarlos. Tiene dos pisos, o mejor dicho, un sótano en dónde hay más capillas y un montón de imágenes que solo un conocedor de la religión ortodoxa identificaría, pero que conmueven por la explosión de color y la filigrana con la que están hechas. Esta ubicada en una pequeña loma, una de las tantas que hay en una ciudad que no es plana, que tiene subidas y bajadas.

En su cerro más alto hay una antigua fortaleza que también es un enorme parque. Dentro de ella nació la ciudad y a lo largo de sus miles de años de existencia, sus murallas fueron destruidas y reconstruidas una y mil veces en batallas con los dacianos, tracianos, romanos, godos, hunos, turcos y más adelante en la Primera y Segunda Guerra Mundial… No es casualidad que se llame Kalemegdan —Fortaleza del campo de batalla— y que en uno de sus rincones Serbia exhiba con orgullo tanques, cañones y misiles. Pero La Fortaleza es más que su pasado, ahora tiene cafeterías, bares, museos, caminos, puentes, conciertos… es el lugar del reposo, del ocio, el de las bancas y los muros para ver fluir los ríos Danubio y Sava mientras cae el sol. O para tomarse una foto con el símbolo de la ciudad: El Víctor, la estatua de un hombre desnudo a 14 metros de altura que se erigió en 1928 para conmemorar la victoria de Serbia en una de sus guerras.

La Fortaleza, al fondo el río Sava.
Al atardecer los serbios acuden a La Fortaleza.

Sí, la guerra está presente de muchas maneras en las calles de Belgrado, pero mi imaginario, ese del serbio francotirador y genocida, cambiaba a cada minuto que recorría esta ciudad, que es también la del tenista Djokovic y la del cineasta Kusturica —que aunque nació en Sarajevo, se considera serbio—. Allí tiene su sepultura y un museo Nikolas Tesla, el inventor nacido en Croacia, al que le debemos entre otras cosas la existencia del motor eléctrico y del control remoto. También el bosnio Ivo Andric, premio nobel de literatura en 1961, goza de un gran afecto en la capital de Serbia, en la que vivió durante treinta años hasta su muerte en un apartamento —en el que escribió sus novelas Miss, El puente sobre el Drina y Crónica Bosnia— que ahora es un museo.

Aunque no hablo inglés, y menos serbio, tuve la oportunidad de dialogar con varios de ellos: en Belgrado hay un grupo de hispanoparlantes. Se reúnen casi todos los jueves en alguno de los bares raros de esa ciudad —muchos están en los lugares menos pensados y sin nada que anuncie que ahí hay uno—. Ponen en la mesa un cartelito en español que dice “somos hispanoparlantes” y a lo largo de la noche van llegando uno a uno. No todos son serbios, hay un par de rusos, una peruana, un cubano, una colombiana. Hablan sorprendentemente bien nuestro idioma, teniendo en cuenta que a excepción de los latinos, ninguno de ellos conoce España.

Los conocí en mi última noche en Belgrado. Me habría gustado quedarme más para ir a una de sus discotecas más famosas, que funciona la Universidad de Belgrado, dentro del laboratorio del pregrado de tecnología. También hubiera pagado los euros necesarios para asistir a una obra de teatro que estaba en cartelera. Se llama Zene na ivici nervnog seoma… y para los que no saben serbio, les traduzco: Mujeres al borde de un ataque de nervios. Pero nada, tocaba madrugar, el mismo conductor que nos trajo, nos recogió en otra van para llevarnos de regreso a Budapest. Temíamos el paso en la frontera, pero no nos dijeron nada, nos dejaron seguir. Al fin y al cabo íbamos de salida. Donde sí nos pusieron problema fue entrando a Hungría, pero esa es otra historia.

Grupo de hispanoparlantes en Belgrado.
«Mujeres al borde de un ataque de nervios» en teatro.
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  • Periodista, editor y magister en Estudios Socio espaciales. Trabajó en La Hoja de Medellín y La Patria, entre otros. Ha sido profesor de periodismo en la Universidad de Antioquia y la Pontificia Universidad Bolivariana. Callejero y relator de polvos urbanos.

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