Cuba: Barra libre y racionamiento

23 de noviembre de 2025

Cuba presume baja mortalidad infantil y alta esperanza de vida —78 años según la OMS—, comparable con la de países desarrollados; pero padece escasez de medicamentos, equipos y personal.
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Cubafobia

No le digan a mi madre: fue un programa en el que Diego Buñuel viajaba por países satanizados —Afganistán, Congo (Kinshasa), Corea del Norte, Palestina, Colombia— para mostrar que, detrás del espanto, había personas. Al empacar rumbo a Cuba, me sentí un poco como él, aunque sin presupuesto y con mi mamá como productora, ya que ella también viajaba conmigo.

¿Dónde germinó el prejuicio? El colombiano promedio —si tal categoría existiera— es opinólogo profesional, teme irracionalmente al silencio, pontifica sobre lo que no sabe y sobrevalora sus propias habilidades. Dicho de manera más rebuscada: sedafobia, ultracrepidarianismo y efecto Dunning-Kruger.

Parlanchines en el ascensor, epidemiólogos en plena pandemia, directores técnicos de la Selección, vaticanistas cuando muere un Papa. Incluso creemos —yo el primero— que podríamos aterrizar un avión si el piloto se desmaya. Aquí, admitir la ignorancia o la incapacidad es casi un acto de blasfemia.

Ha de ser por eso que nos autoproclamamos cubanólogos aun sin haber pisado la isla. Cantar boleros, oír a García Márquez tuteando a Fidel y las noticias sobre balseros o desertores nos dieron una falsa sensación de familiaridad. Incluso, replicamos la leyenda de la “educación y salud gratuitas”, mientras despotricamos contra el socialismo desde la comodidad del sofá. Es el fenómeno de la “ayuda del público” en ¿Quién quiere ser millonario?: presionar un botón, aunque no sepamos la respuesta.

El sesgo se agravó con la perorata de cierto expresidente que, en conveniente amnesia, olvida su propia foto brindando con el Comandante y ahora demoniza al gobierno cubano por su papel en el proceso de paz con las FARC. Sí, Álvaro, hablo de ti. (Recomendado: “La batalla por la paz”, de Juan Manuel Santos).

Con vergüenza admito la contradicción: yo, tantas veces víctima del morbo como inmigrante colombiano, repetía con la isla un gesto que detesto: mirar al otro con lentes de prejuicio y desde el estereotipo. Me estaba preparando para un capítulo de Preso en el extranjero, y no para hacer turismo. Gran error.

Adelaida Victoria de la Caridad Borges Fernández (Señora Habana) / Crédito: Daniel Peláez Duque

Cubagrafía

Cristóbal Colón —cuya verdadera identidad sigue siendo debatida— llegó a Cuba en octubre de 1492, creyendo haber hallado el paraíso. Tras su llegada, se sucedieron quinientos años de expolios: la ocupación española, el exterminio indígena, la explotación africana, los saqueos piratas, intervenciones y revoluciones. Hoy, el paraíso natural persiste, aunque mezclado con miseria, nostalgia, destellos de genialidad cultural y turistas frívolos con gafas caras.

Las agencias de viaje, por su parte, han perpetuado esa imagen trivial del Caribe de catálogo: mar turquesa, ron sin fin, mulatas sonrientes y gente que, en lugar de caminar, baila. Clichés caricaturescos de quienes imaginan Latinoamérica como un solo pueblo perdido al sur de Estados Unidos. Sí, Donald, hablo de ti.

Pero Cuba es mucho más que una postal. Es Martí y los mambises; Carpentier y Celia Cruz. Almendrones al sol del Malecón. Los fantasmas del Hotel Nacional. La Sierra Maestra y los discursos viscerales en la Plaza. Son los médicos, los deportistas, los matemáticos —y Baldor, en el exilio—. Cuba es un sincretismo que late al compás de mambo, trova y son.

Almendrón en la Plaza de la Revolución / Crédito: Daniel Peláez Duque.

El afán es un pecado capitalista

Conocí Cuba hace un par de meses. Bueno, decir “Cuba” es exagerar: solo estuve en La Habana y Varadero. Generalizar sería tan ligero como decir que se conoce Colombia por Bogotá y San Andrés. Mis impresiones —estrechas, pero honestas— no pretenden romantizar la precariedad ni buscar culpables; solo contar lo que vi y, si acaso, reducir la cubafobia.

Me volví meticuloso al planificar viajes; aprendí —a las malas— que investigar ahorra tiempo, dinero y dolores de cabeza. Hoy casi todo está en internet, y probablemente alguien ya hizo lo que uno planea: una lección de humildad digital. Pero Cuba… Cuba se burla de cualquier itinerario. Algo elemental como buscar vuelos o alojamiento se vuelve un verdadero ritual de iniciación. El país parece desaparecer del mapamundi digital: Skyscanner y Booking no funcionan. Se necesitan VPN, malabares y mucha paciencia.

Los aeropuertos difieren en extravagancia arquitectónica —sería absurdo comparar la estoica caseta-aeródromo de Manizales con el futurista Changi de Singapur—, pero comparten una lógica funcional y una coreografía universal: pasillos interminables, sillas hostiles, pantallas inútiles, despedidas melancólicas, funcionarios impasibles y comida cara.

Panorámica de Centro Habana / Crédito: Daniel Peláez Duque.

Aterricé en el José Martí y, lejos de encontrar la terminal aérea genérica, me topé con un anacronismo. El agujero de gusano de Einstein parece desembocar allí. Más que un aeropuerto, era un terminal de buses soviético en plena Guerra Fría: baldosas blancas, rojo omnipresente y turistas rusos murmurando, como si Gorbachov esperara con un cartel de bienvenida.

Tras la decepción de no ser recibido por Lenin ni por Stalin, caminé hasta las taquillas migratorias. En la antesala, estereotípicos funcionarios ásperos anotaban datos básicos a mano, sobre un escritorio que parecía haber sobrevivido a la Perestroika. Superado el filtro analógico, la fila avanzó con parsimonia caribeña. Al principio pensé que era pedagógico: recordarle al extranjero que la prisa es un pecado capitalista; luego comprendí lo práctico: dar tiempo a los oficiales para improvisar una charla.

Generar sospechas o responder con flojera bastaba para merecer una entrevista privada. Los cubanos retornantes, aun con papeles, parecían tener cita obligada. Mi cuñado, experto en cacheos arbitrarios, conoció la habitación especial. Por fortuna, lo liberaron a los dos minutos; si no le teme a mi hermana, ¿cómo iba a temerle a un interrogatorio cubano? Principiantes.

Bonus: los cubanos pueden obtener pasaporte, aunque con restricciones. Están exentos de visa en unos sesenta países, y el tiempo máximo de estancia en el exterior sin perder la residencia cubana es de veinticuatro meses. La libertad también tiene fecha de vencimiento.

En el mostrador principal recordé la teoría conspirativa: visitar Cuba puede afectar la visa estadounidense. Aunque existen casi doscientos países en el mundo, como colombiano criado bajo la doctrina neoliberal, crecí convencido de que la visa gringa mide mi valor como ciudadano global. Me aterra perderla, hágame el favor. Coincidentemente, solicité la renovación y, aunque en teoría no requería entrevista, fui citado a la embajada. El mito se comprobará solo hasta enero de 2027. ¡Plop!

Tras las preguntas de rigor y una foto con la misma cámara que retrató a Lucky Luciano, el agente no estampó el pasaporte y me dio la bienvenida a Cuba.

Migración Aeropuerto José Martí / Crédito: Daniel Peláez Duque

A lo cubano: botella’e ron, tabaco habano

En la calle, dos desafíos: cambiar dinero y llegar al hostal. Envalentonado por la pesquisa previa y el ritmo de Benny Moré, creía saber cómo hacerlo; pero una cosa son los videos de gurús viajeros y otra muy distinta es estar allí, a la intemperie habanera.

El sistema cambiario es un laberinto. La ventanilla oficial pagaba 120 pesos cubanos por dólar o euro; en la calle, 450. El cambio informal lo dicta un grupo de Facebook llamado El Toque: nadie entiende cómo lo calculan, pero todos lo aceptan.

Del aeropuerto al centro hay 20 km y un abismo de clase. Taxi: 25 USD; bus: 0.2 USD. El taxi costaba más que un salario mínimo —que va de $10 a $20 al mes—. La excusa para tal precio: escasez de gasolina y repuestos. La realidad: monopolio. Así que, en un arranque proletario, elegí la vía del pueblo: bus de 2 pesos y transbordo de 3. Resultado: ahorro del 99 % y tres horas tragando polvo en el paradero. Cuba, siempre pedagógica. Más que hackear el sistema, quería ver la vida cotidiana. Una cosa es viajar con chofer; otra, sudar en la guagua.

Abuela habanera / Crédito: Daniel Peláez Duque.

Nadie me avisó —ni el octogenario compañero de infortunio y espera eterna— que los horarios y las rutas son una ruleta. Aunque es imposible encontrar cifras oficiales, medios independientes como Cubanoticias360 hablan de 500 buses para dos millones de habitantes, de los cuales solo la mitad circula. Viven el eterno círculo de la carencia: poco mantenimiento, se dañan, no hay repuestos, y se convierten en donantes para sus hermanos enfermos. Socialismo o muerte… de motor.

Cuando finalmente subí al esquivo ómnibus, los pasajeros ni pestañearon ante el turista desubicado. Entre música estridente de un parlante remendado, jóvenes amanecidos y ron, descubrí el pulso del reparto cubano: su versión del reguetón.

En una nueva licencia creativa del plan, y aunque en Cuba hay internet —lento y caro, pero existe—, y los cubanos usan Instagram, YouTube y lo que haga falta, decidí llegar al hostal a la antigua: preguntando y confiando. No tenía datos en el celular.

Cinco horas después de aterrizar, crucé el umbral, triunfante como sobreviviente del Granma. Victorias pírricas que solo celebra el viajero: llegar agotado, pero entero. (Recomendado:La red de la calle, del pódcast Radio Ambulante).

Cine El Mégano, en La Habana / Crédito: Daniel Peláez Duque.

Sufro la inmensa pena de tu extravío

Ya en el hostal, cambié un billete de 100 dólares —a tasa informal— y me entregaron un ladrillo de pesos cubanos. El sueño cumplido de cualquier testaferro frustrado o notafílico. Benjamin Franklin se multiplicó en Martí, Maceo, Céspedes y Mella. Ni una mujer entre los héroes; ironía: dos naciones enemigas unidas por el machismo numismático.

No voy a redundar en una revolución hiperdocumentada, pero hablar de la isla e ignorar a los barbudos sería tan incompleto como un partido de fútbol sin goles.

El Che adorna el billete de tres pesos, pero vale más como souvenir. Su legado es menos romántico que el del médico guerrillero, menos noble que el ícono pop que nos vendieron en la universidad: presidente del Banco Nacional, ministro de Industria, juez implacable en La Cabaña. Las cifras de ejecuciones y su responsabilidad directa todavía dividen a los historiadores.

Pesan también los testimonios sobre su desprecio por la diferencia: homosexuales enviados a “curarse” en las UMAP. Llevar cabello largo o usar pantalones bota campana era causal de reeducación por diversionismo ideológico; católicos y adeptos de cultos afrocubanos también sufrieron represión. De la supuesta “entrañable transparencia, de tu querida presencia, comandante Che Guevara”, idealizada en tus Notas de viaje y en Diarios de motocicleta, encontré poco. ¿Qué te pasó, Ernesto?

El leviatán verde olivo

Pensé escribir esta crónica solo con letras de canciones cubanas, pero el hígado pidió asilo. Si cantáramos Lágrimas negras u Ojalá, acabaríamos a lo cubano: llorando o bailando. Hubiera sido fácil transcribir, porque toda la historia de Cuba ha sido cantada.

Carlos Puebla, autor de Hasta siempre, comandante, también compuso Y en eso llegó Fidel, otro himno del antifonario revolucionario. El estribillo advertía casi proféticamente: “Y se acabó la diversión; llegó el comandante y mandó a parar”.

Puebla cantaba, creyendo que el triunfo rebelde bajo el liderazgo de Castro significaba el fin de los abusos de Batista y de su dictadura militar. Denunciaba la explotación por parte de las clases privilegiadas y la corrupción de los norteamericanos que, para evadir la cárcel y la excomunión en su país, habían convertido a Cuba en casino flotante, prostíbulo legal y pecado a domicilio.

Lo que no imaginó fue que su guaracha terminaría convertida en un réquiem. Sus palabras presagiaron lo que vendría: tristeza, colas, apagones y pasaportes sellados con despedidas. La diversión del rancio orden naufragó, pero el nuevo orden aprendió a flotar con los mismos vicios.

Plaza Cívica José Martí / Crédito: Daniel Peláez Duque.

Tras el triunfo de los insurrectos, Batista huyó. Tuvo un apacible exilio en Europa y murió de viejo: rico y gordo. Los guerrilleros, ahora burócratas, heredaron su poder y su gusto por las purgas: juicios exprés, fusilamientos, exilios, silencios. Los aristócratas criollos, despojados por la expropiación o nacionalización de sus bienes, empacaron lo poco de valor que les quedaba y nadaron a Miami.

Y la fiesta terminó incluso para los suyos: las intrigas de poder y las pugnas intestinas entre facciones pro y anticomunistas —y entre defensores y detractores de la influencia estadounidense— terminaron por devorar a los héroes. Cienfuegos desapareció entre las nubes y Guevara fue asesinado en Bolivia; el resto se diluyó entre ministerios, exilios, cárceles y mausoleos. (Recomendado: “Nuestros años verde olivo”, de Roberto Ampuero).

La gente sufrió más. La revolución fue promesa, luego trámite —del fusil al formulario— y finalmente, castigo. Hubo avances ciertos en educación, salud y dignidad, pero la falta de rumbo, las contradicciones del gobierno, el peso del embargo y la posterior caída de la URSS —su benefactor— sellaron el destino del país: dogmas en lugar de ideas, lealtad fingida, silencio por supervivencia.

En América Latina abundan los caudillos, pero quizás solo Fidel logró convertir el aburrimiento en religión sin herejes. Su rostro, logo del Estado, marca de dignidad caribeña frente al Imperio y sello de paranoia: la crítica era traición, el debate delito, disidencia, exilio. Las universidades fabricaban fieles, no pensadores; los dos canales de televisión transmitían caricaturas rusas y polacas, y sus noticieros editaban la realidad al gusto del Partido. El arte solo era tolerado si rimaba con la consigna. Heberto Padilla lo aprendió a golpes en 1971: la revolución exigía poemas de gratitud, no de verdad.

La dictadura —que prevalece hasta el tiempo de este relato— literalmente acabó con la diversión e incluso se atrevió, en alguna ocasión, a cancelar la Navidad. (Recomendado:Toy Story”, del pódcast Radio Ambulante).

Misil en el Museo de la Revolución Cubana / Crédito: Daniel Peláez Duque

Y aunque tú me has echado en el abandono

Concluyendo la diatriba y volviendo a la numismática, con mi fajo de billetes en el bolsillo, salimos a la calle. En cada ciudad empiezo por un free walking tour: guías locales, propina voluntaria y un vistazo a lo imprescindible. Plazas coloniales, el Capitolio —gemelo del de Washington—, una fábrica de puros, La Bodeguita del Medio y El Floridita, donde Hemingway supuestamente encontró inspiración y resaca. El Barrio Chino, El Vedado y Miramar completaron el recorrido políticamente correcto.

Los guías, jóvenes con títulos que no llenan neveras, son prudentes: evitan juicios y la propaganda —se parecen a nuestro Sergio Fajardo, pero sin la indolencia del avistador de ballenas—. Algunos ancianos merodean, vigilando que la versión turística no se desvíe del guion. Mientras muchos jóvenes sueñan con escapar, todavía hay viejos que juran que todo va bien.

Estos recorridos permiten ver la historia desde dos orillas: la trinchera turística, superficial, y la real. Una cosa son las fotos apáticas con monumentos de fondo, y otra, la espontaneidad de entrar a casas, hacer fila con los cubanos y ver cómo sobrellevan la escasez.

La necesidad se hace mendicidad en cada esquina: algunos piden dinero —solo en divisas; los pesos ofenden—, otros mencionan productos de aseo, y varios elogian ropa o accesorios con la esperanza de recibirlos.

Barrio Chino de La Habana / Crédito: Daniel Peláez Duque

Las fachadas melancólicas conservan esplendor, pero amenazan ruina. Parecen construcciones abandonadas hasta que alguna madre asoma por el balcón, recordando a gritos que es hora de comer. Las calles tienen más huecos que promesas cumplidas, y la basura se recoge con la misma frecuencia que las elecciones democráticas. En Cuba, partido único: sin candidatos, sin campañas, lista cerrada que compite solo contra la abstención.

Las bodegas son tiendas de alimentos subsidiados y controlados por el Estado mediante la libreta de abastecimiento, mejor llamada cartilla de racionamiento. Cada familia tiene un cupo mensual. Los anaqueles vacíos esperan productos que nunca llegan. En días de suerte se encuentran productos básicos, pero no alcanzan a cubrir la cuota asignada. Para completar el mercado, quienes pueden acuden a tiendas privadas llamadas Mipymes; los demás, aprenden a cenar aire. Sí, en Cuba hay propiedad privada.

Comer es otro acto político. En los restaurantes estatales hay más empleados —mal pagados— que clientes. Los paladares privados, en cambio, sirven platos decentes en salas o patios de viviendas; se nota el interés en obtener ganancias. En los bares, los músicos tocan con maestría aunque no haya público: si no tocan, no cobran.

Las filas son coreografía nacional: para conseguir comida o gasolina, y, en especial, para sacar dinero de bancos sin efectivo. Los cajeros electrónicos son estatuas inútiles de museo capitalista. Algunas colas pueden durar días. Hay incluso “profesionales de la espera”: brokers del tedio que cobran por guardar el puesto.

Fachada habanera / Crédito: Daniel Peláez Duque

El sincretismo religioso se vive con fervor. La santería, heredera de la religión yoruba, entrelaza creencias africanas y católicas. Para preservar sus prácticas y evitar castigos, los esclavos asociaron sus deidades (orishas) con santos: Yemayá con la Virgen del Cobre, Elegguá con San Antonio y Changó con Santa Bárbara. En el Parque de la Fraternidad, santeras ofrecen oraciones y tarot a creyentes y curiosos, bajo una ceiba centenaria que hiede a orina y a sacrificios.

El mito de la educación y la salud “gratuitas” es parcialmente cierto y se mantiene con la fe con que se conserva un santo sin milagros. Nadie paga en efectivo, pero todos pagan con poder adquisitivo.

Ritual de santería / Crédito: Daniel Peláez Duque

En educación, las familias enfrentan gastos adicionales y adoctrinamiento. Los niños todavía saludan la bandera y recitan: «Pioneros por el comunismo, seremos como el Che». Universidades sin autonomía penalizan el pensamiento crítico; muchos graduados emigran, y quienes se quedan trabajan años en instituciones públicas sin salario, como “retribución” por su formación. Un logro paradójico: no hay analfabetismo, pero los alfabetizados lo están para obedecer.

En salud, el milagro es desigual y precario. Cuba presume baja mortalidad infantil y alta esperanza de vida —78 años según la OMS—, comparable con la de países desarrollados, pero padece escasez de medicamentos, equipos y personal. Exporta médicos a misiones humanitarias, aunque en casa falten agujas y esperanza. En la práctica, la atención depende de divisas, contactos o remesas. No es raro escuchar: “Te operamos… pero si traes los insumos”.

Cajero electrónico en La Habana / Crédito: Daniel Peláez Duque

¡Que viva Changó, señores!

De La Habana a Varadero, en la provincia de Matanzas: 130 kilómetros de viaje. Carretera amplia, diseñada para un país que nunca existió; pueblos que sobreviven entre apagones y resignación. (Recomendado: @anarelysabascal en Instagram).

Al llegar, la pobreza y la grandeza habanera se diluyen bajo el espejismo del todo incluido. Playas perfectas bordean resorts internacionales con spas, campos de golf y restaurantes de barra libre. Parecen oasis de mentira en un desierto de escasez. Sin el acento de quienes atienden, podría ser cualquier lugar del planeta.

El turismo da trabajo a miles y es pilar de la economía cubana, pero impone una contradicción brutal: disfrutar del lujo mientras quienes lo hacen posible enfrentan escasez. Los salarios son bajos; las propinas alivian un poco. Sin queja ni victimismo, algunos empleados piden servir un poco más para llevar el sobrante a casa.

Cuba no es destino para puritanos ni viajeros cómodos. Hay que llegar sin prejuicios ni paternalismos. Allí mito y realidad conviven: desesperanza y alegría, desabastecimiento e ingenio, rigidez ideológica e informalidad caribeña. Entre tanta propaganda se olvida lo obvio: ni el comunismo produce mutantes, ni el bloqueo canoniza a nadie; los cubanos son simplemente humanos. Gente que ama, se queja, improvisa y sueña como en cualquier rincón de Latinoamérica, marcada por los mismos males: colonialismo, corrupción, desigualdad y falta de oportunidades.

Visiten Cuba. No por lástima ni por exotismo, sino por la obstinación vital de su gente y porque es mucho más justo ir y ver por sí mismos, en lugar de seguir reproduciendo ideas ajenas. Parafraseando a Compay Segundo: “El cariño que te tengo, no te lo puedo negar.” Ojalá algún día la diversión regrese, libre y sin permiso. Volveré.

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Directora Adriana Villegas Botero