I
“Todo encuentro casual es —secreta o misteriosamente— una cita”, dice el Tao y ellos se toparon un par de veces en sus caminadas por La 23. Se habían agradado desde que un amigo en común los presentó a la salida de una obra del Festival de Teatro. Y volverse a ver, así, seguido, sin citarse, fue una señal. De pura energía, sin declaraciones, un día como cualquier otro se dieron el primer beso. Visten de yines, sandalias, tenis. Ella, de aretes largos. Él, de manillas. Hay cero intensidad en la frecuencia de las llamadas. Se ven cada vez que pueden y no hay reclamos si alguno de los dos llega tarde a un encuentro. Cualquier desprevenido que los viera pensaría que son simplemente amigos… caminan serenos, sin ansiedad por el abrazo. Cuando conversan, se abstraen del mundo, cuando se silencian, detallan hasta el paso de las nubes.
II
Ella salía con un aprendiz de abogado cuando quedó prendada del felino encanto del estudiante de literatura. Él también tenía una compañera, pero el deseo de acariciar el pelo gitano de esa estudiante de idiomas fue superior a la culpa de hacer daño. El romance emergió con apasionados abrazos en las calles y los parques… largas conversaciones sobre un libro, un poema, una película, un personaje… risas por cualquier absurdo de la vida… intensos monólogos sobre sí mismos acompañados de manos entrelazadas o cabezas sobre el pecho. “¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba?”, versó alguna vez el poeta Pedro Salinas… desde que se conocieron, ambos entendieron que lo más seguro era el adiós. Se ven a diario en la universidad. Él sabe en qué aulas y a qué horas está ella y, aburrido o ansioso, le hace un guiño desde la puerta para que se retire de la clase. No es raro verlos comiéndose a besos en la cafetería, bajo un árbol, en un pasillo. Cuando tienen exámenes y trabajos pendientes, se les ve de mal genio, pero los fines de semana se van de caminada a algún cerro o arman rumbas con sus amigos. Son susceptibles a conocer gente interesante y, de lado y lado, no falta quien les vuelva a mover el piso.
III
Coincidían de vez en cuando en el cine club de los sábados. Ella iba sola. Él iba solo. A ella, él le parecía bello y de ojos tristes. A él, ella le parecía bella y de ojos curiosos. Ella estaba comprometida, pero como en una mala telenovela, un día fue a la casa de su amado sin avisarle y se encontró con la noticia de que el hombre estaba en la iglesia, casándose con otra. Confundida, sin exigir explicaciones, tomó su morral y corrió hacia El Viento, un pueblito en él Caribe. Sola, con su soledad, sintiendo las olas morir en sus pies, lo vio pasar. No había filas, ni butacas, ni penumbra, ni película, pero estaba segura de que era él. También estaba solo. ¿Te conozco? Sí, te conozco, nos conocemos. ¿Y ese milagro, qué haces por acá? La pregunta lo llevó al dolor reciente, el de una novia que le dijo adiós, hasta aquí llegamos, así sin más. Pedir permiso por una semana en el trabajo, tomar un avión y contarle en silencio al mar sus penas. Ella también le contó su historia. Fue inevitable el abrazo y presentir en la piel que, como escribió Piedad Bonnett, otra vez sin anunciar llegó el arrogante amor y “ha dado órdenes para que el sol alumbre…”