El sorteo de los doce grupos – ¡doce, de la A a la L! – fue el evento más soso, aburrido y Made in America de toda la previa de la Copa Mundo EE.UU., México y Canadá. Un mundial de fútbol tan impersonal y desdibujado que no se recordará por el país sede, como en torneos anteriores, sino por el año: 2026. Fue una transmisión de televisión de 120 minutos donde sobraron 90, porque lo que realmente interesaba al hincha era saber cómo se iban a repartir los 48 equipos (42 clasificados y seis que entrarían después del repechaje en marzo). Un trámite de media hora para que los cabalistas y comentaristas deportivos hagan conjeturas sobre el destino de la selección nacional, especular sobre cuál es el grupo de la muerte, el equipos que salió beneficiado con rivales “fáciles”, y las figuras que se van a enfrentar en la primera fase.
Pero este es un evento FIFA producido por Hollywood y había que sobreexplotarlo comercialmente. Meterle relleno para pausas comerciales. Llevar actores y figuras que conecten con los televidentes gringos que no saben de soccer pero sí de celebridades, y chascarrillos bobalicones libreteados para hacer parecer simpático a Gianni Infantino, presidente de la FIFA, delante del presidente estadounidense Donald Trump. Un tipo tan embustero que dijo en la transmisión que de niño vio jugar a Pelé en el Cosmos de Nueva York, por allá en 1977, cuando el brasileño tenía 37 años y Trump 31.
Para colmo de males, Infantino le “regaló” a Trump un premio de la paz inventado por la FIFA, “por sus acciones excepcionales y extraordinarias en favor de la paz y, al hacerlo, ha unido a personas de todo el mundo”. Un “reconocimiento” a un personaje disociador, egocéntrico, que tiene grupos paramilitares haciendo redadas para cazar inmigrantes legales e ilegales, que alimenta los prejuicios, y que está denunciado por crímenes de lesa humanidad tras los bombardeos a lanchas y muertos en el mar Caribe por supuesto narcotráfico. Un reconocimiento que Minky Worden, directora de iniciativas globales de Human Rights Watch, pone en duda y que Nick McGeehan, director de la ONG Fair Square, que vela por los derechos humanos, calificó de ser una estrategia comercial a corto plazo de la FIFA, “pero obviamente es muy perjudicial para la integridad y la reputación del deporte”.
En un escenario ideal, el fútbol debería mantenerse ajeno a la cochina política, pero es imposible. Mussolini lo usó como vehículo de propaganda, lo mismo que Videla y los jeques qataríes. Sin embargo, este deporte no necesita de esas frivolidades de alfombras rojas y actores que no tienen idea de lo que fue el Maracanazo o que el alemán Miroslav Klose es el máximo artillero de los mundiales. Los hinchas sabemos que la fiesta está en la tribuna y el drama y la emoción están en la cancha. Lo demás son arandelas. Ningún futbolero se pregunta qué artista hará el espectáculo inaugural o el del medio tiempo en la final porque no nos interesa; nuestras mentes y corazones están en el juego así no sea nuestro equipo el que esté jugando, porque así de emocionante es el fútbol. No como el beisbol o el fútbol americano, que son lentos y limitados en cuanto al repentismo. Además, llenos de pausas para que los anunciantes nos vendan sus productos y los productores cobren: 30 segundos de pauta comercial durante el Super Bowl de este año costaban 8 millones de dólares, porque el evento dejó de ser deportivo para ser la plataforma publicitaria más costosa del mundo, según el portal de datos Statista.
Es lo que hay y lo que se nos viene con la Copa Mundo del 2030, la del centenario, que se jugará en tres continentes y con la participación de 64 selecciones. Ese amante del buen fútbol que fue el periodista uruguayo Eduardo Galeano ya lo había dicho en su libro Fútbol a sol y sombra (1995): “El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue”.