Tengo una amiga manizaleña que vive en Salta, Argentina. En realidad tengo dos amigas que viven allá, pero el recuerdo que voy a narrar es de una de ellas. Hace años le oí contar que recién llegada a Salta, un 7 de diciembre, cuando cayó la noche, que llegó tarde porque en el intenso verano argentino se oscurece después de las 8:00 p. m., sacó las velitas a la calle para hacer el alumbrado. Lo hizo como aprendió en su familia, cuando vivía en Manizales, pero descubrió con sorpresa que era la única de su calle que estaba haciéndolo y, de hecho, algunos vecinos la miraban como si estuviera loca: ¿a esta qué bicho le picó?
El alumbrado, una tradición con la que crecimos todos los de esta esquina norte de Suramérica, es un invento colombianísimo. El papa Pío IX (se dice Pío nono, aunque era italiano y no aguadeño) proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María el 8 de diciembre de 1854. Eso significa que para los católicos María fue concebida sin pecado original y por eso el 8 de diciembre los creyentes celebran a la Virgen. En muchos países hay misas y rosarios; en algunos hacen procesiones y en Guatemala queman al diablo. Acá, en calles de todos los barrios y veredas de todos los pueblos del país, la gente saca velitas. Creo que no hay otra fiesta tan nacional, tan extendida en la geografía, como ésta.
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Escribí que el 8 de diciembre los creyentes celebran la fiesta de la Virgen pero en realidad en Colombia el día de las velitas es una fiesta que convoca a creyentes y a ateos. Es una fiesta pagana y popular, que incluye natilla, aguardiente y pólvora, aunque su origen sea religioso. El 8 de diciembre es uno de los pocos días festivos que no se trasladan al lunes siguiente y la noche de velitas se celebra la víspera, aunque en muchos lugares las velitas y faroles se sacan las dos noches, la del 7 y la del 8. Este año, oh gloria inmarcesible, el 8 cayó lunes, así que nos tocó puente festivo. La temporada decembrina no comienza con la narcoalborada que nos quieren embutir, sino con el alumbrado. Empieza hoy e irá hasta lunes 12 de enero, o sea el 43 de diciembre, día en que acabe la Feria de Manizales.
A estas alturas de la vida uno no sabe si lo que recuerda es lo que quedó grabado en la mente o si esa memoria llega hasta hoy gracias al bastón de las fotos. Tengo recuerdos ayudados por los álbumes que atesora mi mamá, en los que estoy muy chiquita prendiendo velitas de colores sobre una tabla en el andén de la casa de Palermo que habité hasta los 8 años. Sin embargo, mis recuerdos más nítidos son en La Rambla, el barrio al que nos mudamos en 1983. En La Rambla primero vivimos en una falda y luego en una cuadra plana, que por tener esa característica novedosa en un barrio tan faldudo era el punto de encuentro de todos los niños y jóvenes. El día de las velitas dejaba un saldo considerable de tablas llenas de parafina y por eso, esa misma noche o al día siguiente, empezaban las competencias para lanzarse en tablas enceradas, que rodaban como si fueran carritos de balineras, pero sin posibilidad de maniobrar la dirección. Se lanzaban por la calle 62, una cuadra más abajo de la sede de la Cruz Roja que quedaba sobre la Avenida Santander, o por la calle 63, aún más empinada y por eso mismo con menos tráfico: salían desde la cuadra de abajo de la casa de Luz Marina Zuluaga, frente al edificio Cervantes, y pasaban por donde hoy está la iglesia de la Niña María, que en los años 80 solo existía en planos.
No había bluyín ni rodilla ni tenis que aguantaran la velocidad de una tabla encerada por esas lomas. La fiesta de la Virgen se convertía en un “Ave María estos muchachos se van a descalabrar”. Yo no me lancé por cobarde, porque le cogí miedo a esa velocidad desbocada desde que una vez me tiré en una bicicleta de freno de pedal y aún tengo la cicatriz de la herida que me hice en el pecho, cuando logré frenar contra una reja de un jardín, pero mis hermanos sí lo hicieron muchas veces, y llegaban raspados pero felices.
Lo que sí hacíamos todos la noche de velitas era la bola enorme de parafina. Tomar la cera derretida e hirviente de las velas para formar una bola gigante de color indeterminado. Como la bola del escarabajo. Competir a ver quién formaba la bola más gigantesca. Hay tradiciones que no se enseñan, sino que se heredan a través del tetero. Mi hija y mis sobrinos, nacidos todos en este siglo, ya han hecho bola de parafina en varios alumbrados.
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El alumbrado se sofisticó, o entró en el mercado. Pasamos de pegar velas en las tablas de las camas a comprar faroles. Los primeros bonitos de los que tengo memoria son los que vendían en los semáforos las personas de Hogares Crea, que estaban en tratamientos contra la drogadicción. Luego la moda de los faroles se popularizó y hoy los hay de todos los tamaños, diseños, materiales y precios. En Temu hay docenas a $12.000, pero se demoran en llegar, al menos una semana. En la calle 19 de Manizales la docena se consigue desde $15.000, negociables, dependiendo del diseño.
Algunos barrios se especializan en faroles originales y en alumbrados con todas las de la ley: cierran el tráfico para poder poner las velas en la calle, suenan Pastor López, Rodolfo Aicardi y Los Hispanos, y los vecinos reparten natilla, buñuelos, chicharrón y, por supuesto, licor, porque en esta cultura nuestra todo, hasta la fiesta de la Virgen María, sirve de excusa para beber.
Para ir a la fija a ver alumbrados elaborados están Quimbaya y Salamina. El Festival de Velas y Faroles de Quimbaya nació en 1982 impulsado por el Club de Jardinería del municipio. Ya son 43 años de una tradición que impulsa el turismo y que evidencia en los motivos de los faroles esa mezcla de religión y fiesta pagana de la noche de las velitas: hay diseños alusivos a la Virgen María, pero abundan también las heliconias, las aves y todo lo que es representativo del paisaje cultural cafetero.
Con el despuntar de este siglo empezó en Salamina un proceso muy similar: en este 2025 se realizará la edición 24 de la Noche del Fuego, que incluye los faroles uniformes en cada cuadra, pero además juegos pirotécnicos, presentaciones musicales y danzas. La belleza arquitectónica de Salamina resalta con la luz cálida de las velas que se encienden para admiración de los turistas.
Eso sí: hay que reservar hotel con tiempo. Según Booking, ya no hay alojamiento disponible para esta noche ni en Quimbaya ni en Salamina. La aplicación me sugirió una alternativa cercana a Salamina y al revisarla descubrí que era en Supía. El algoritmo no entiende las complejidades de las carreteras caldenses. Por fortuna, encontré hospedaje en el antiguo Colegio de la Presentación, donde estudió mi mamá y en donde le rinden tributo a la madre Berenice, que hoy es beata y pronto será la segunda santa de Colombia, después de la madre Laura, según confían con fe en Salamina. El de la Presentación es un convento grande y bonito, frente al hospital, que las monjas acondicionaron hace algunos años como casa de retiros y, ante la falta de camas para recibir turistas en el municipio, es una excelente alternativa para pasar la noche. Quedé varios días en lista de espera y esta semana me llamó una religiosa a confirmar que sí había cupo para nosotros. Cuando les dije que necesitaba una habitación para mi esposo y para mí, la monja, muy prudente, me advirtió: “le recuerdo que esta es una casa de oración”. Viviremos la noche del fuego por su lado más sacro.





