Comer libros

3 de diciembre de 2025

Leer lentamente es oponerse al olvido, es combatir la hostilidad del tiempo que ya de por sí es crónico y devora cada instante.
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¿La lectura se ha convertido en una competición de marcas y tiempos? ¿Qué sentido tiene llegar de inmediato al final del libro si eso acaba con el deseo que nos llevó hasta allí, dejando la ausencia de aquello que buscábamos cuando comenzamos a leer? ¿No sería mejor saborear las palabras, extender las frases, retardar los párrafos y hacer durar el placer?

Confieso que quería tomarme el tiempo; ir de a poco y, con el ritmo de la tortuga, errar entre las frases, detenerme en los puntos, pausar en las comas, en definitiva evitar la urgencia, el desempeño, volverme un flâneur, un ocioso. Sin embargo, somos la película de Charles Chaplin: Tiempos modernos, en la que un operario, apresurado por la máquina, pierde el control a causa de la aceleración y su cuerpo termina tragado por los engranajes, en una alegoría cómica de lo que éramos ya y aún seguiremos siendo. Parece.

En épocas de lectura rápida y acumulativa, donde el lector se empeña por leer como un desesperado para no quedarse atrás, la lectura lenta conjura el vacío: esa sensación que nos deja el cumplimiento del deseo. O al menos retarda el final y, cuando el lector «voraz» toca la puerta, la lentitud no le abre, o si le abre, le dice: “aún no. Más tarde llegará la última página, lee con calma”.

Henry David Thoreau, escritor estadounidense, en ese ensayo sobre la lentitud que es Walden, ya veía, a mediados del siglo XIX, un proceso de aceleración, y escribía: “El costo de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella, de manera inmediata o durante un periodo de tiempo”. El principio de Thoreau es sencillo: no es lo que ganamos con una actividad cualquiera, sino saber cuánto nos costaría en tiempo de vida.

La lentitud está asociada a la falta de productividad. Y aplicado a la lectura: ¿qué ganancia saco de una lectura lenta? Nada, puesto que nada fue producido para ser acumulado o mercantilizado; ninguna ganancia se puede extraer. Leer lentamente es inútil y estéril. Bajo la economía tradicional, es tiempo perdido, dilapidado, no produce riqueza. No obstante, para el lector y su vida —no diría incluso interior, sino total, absoluta—, el beneficio es inconmensurable: un momento donde el lector permanece en la presencia de sí, sin el asedio de la rapidez, sin el aturdimiento de una velocidad que lo hace girar a un ritmo inhumano. En la lectura lenta, el lector se entrega a la contemplación de un universo que lo contiene; del cual es parte porque se ha tomado el tiempo y no es un visitante, y menos un turista apurado, o un extranjero. Por el contrario, es un habitante, un residente, un caminante que  se mueve a la velocidad de lo humano. El lector lento lee a paso de hombre,  pegándose perfectamente al tiempo, al instante donde la palabra espera como la paciencia que la gota caiga sobre los labios del lector. Esta elongación temporal profundiza el espacio imaginario de la lectura. Le da espesor.

Ahora bien, la ilusión de la rapidez y de la acumulación no nos hace ganar tiempo. El cálculo es simple a primera vista: leer 30 libros por mes es mejor que 2, es decir, gané 28 libros. Pero la precipitación y la rapidez aceleran la vida. Y entonces cada lectura es atomizada a fuerza de reducirla a la fragilidad de lo inmediato, engrosando paradójicamente una montaña de libros marcados para el olvido.

Mientras tanto, leer lentamente nos hace vivir más tiempo; a cada palabra la lentitud permite la respiración de la frase; permite adentrarse en cada sílaba, en cada letra, en cada punto, en cada elipsis, en lugar de atiborrar todo hasta asfixiarnos: una palabra sobre otra, encimándose, superponiéndose en un vértigo que las hace desaparecer, las devora, las traga, asfixiándonos.

En definitiva, leer lentamente es oponerse al olvido, es combatir la hostilidad del tiempo que ya de por sí es crónico y devora cada instante, y nuestras manías modernas, entre ellas la lectura rápida y acumulativa, no parecen hacer otra cosa que destruir el ritmo humano de la memoria. O, como diría Milán Kundera, escritor checo, en La lentitud: “el grado de la lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria. El grado de la rapidez es directamente proporcional a la intensidad del olvido”.

¿No vale más una lectura que sea toda una vida que perder la vida en mil lecturas?

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  • Manizales, 1988. Administrador de empresas. Lector, caminante y librero en Refugio librería.

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