La Juana,
Guardo navajas bajo la lengua, sobre la ternura de mi paladar blando inferior. Siento su sabor metálico, subterráneo. Incubo en mí sus filos, los hago brillar. Guardo allí sus hojas para protegerme, pero sobre todo para recordarme la fugacidad íntima de esta vida sobre el planeta.
Juego con ellas.
Hay días en las que me las saco de la boca y las meto en agua con canela y caléndula para que se ablanden mientras duermo. Otros días las pongo a girar entre los dientes, tratando de masticarlas: las hago activarse como un ejercicio de hermenéutica del corte. En otros, y cada vez menos, las pongo en el bordo de la lengua para ocasionar heridas en otres: me defiendo, defiendo mi diferencia, mi sabiduría de ancestra-futura, mi ingenuidad de niña-presente, mi salvajidad de animala-antigua.
Esas navajas son un recuerdo que escamotea mis entrañas. Recuerdos de violencia, gritos, angustia, tedio, vacío, desamor, descontrol, drogas y el inevitable anverso de todo disfrute. Tus poemas de “Este hogar que es mi cuerpa” (2025) son tus navajas y al leerlos me los he enterrado todos en mí. Son parte de mi herida, son ellos mis memorias hápticas, el mapa de mi terra ignota:
“En esta geografía descarnada
se han extinguido los actos de afecto”
(El mundo no entiende que cada vez que llora una trans, nacen veinte más, p.18)
Aflora con esta lectura un yo lastimado que resuena en mis huesos. He sido yo también menospreciada, puesta en lugares donde el sol no alcanza, derrotada por el mazo contundente de un beso cargado de mentiras. Por eso lloro cuando te leo, lloran mis heridas profundas que se hacen río sobre la topografía húmeda de cansancio que es mi piel travesti.
Abrazo íntimamente tu sensibilidad, Juana. No puedo evitar el reflejo, pues el jardín florido que somos también es un pantano cuando decimos “hoy es uno de esos días donde no quiero ser trans” (p. 61). Aunque al final esa renuncia es hipotética y cuando despunta el día volvemos a vestirnos de lágrimas para hacer mágico al mundo.
Te leo y me pregunto: ¿Es acaso nuestra herida la única potencia creativa que tenemos? ¿Hay una dimensión más allá de la medida del dolor explícito del devenir trans en un mundo estrictamente cisnormado? ¿Podemos, realmente, inventar un lugar suave donde dormir en tranquilidad cuando en la noche nos busca el cazador?
Son preguntas éticas e inevitablemente estéticas, de orden epistémico si se quiere. Es la pregunta derivada de esa “escritura corroída por el silencio” (p.50) de la que hablas en tu poema “Mala escritura”. Preguntas sobre las que no tengo respuesta, pero te quiero invitar a ti y todes les poetas trans-travestis a inventar una respuesta, a extender la frontera impuesta del padecimiento para reconstruir una vida posible en el futuro recobrado de las fauces del patriarcado demoledor.
Leo en este poemario la fuerza emancipatoria que encuentro en el legado poético de la madre Claudia Rodríguez: la furia que arde, la furia que crea, la furia que transforma. Es una daga como lugar de enunciación, pero también leo en tus poemas la digna vulnerabilidad, esa entraña pensativa expuesta de la que habla Gómez Jattin. Es en ese amalgama donde anclo mi voz con la intención de decirte, con un abrazo, que nuestras niñas adoloridas pueden ser amadas hoy; no solo lo merecen sino que deben serlo: es por eso que hemos tejido una comunidad de brazos para sostenernos.
Flor Bárcenas lo dice con claridad poética en el prólogo de tu libro: “Leer a Juana Torres es aceptar que la literatura, cuando se escribe desde la cuerpa travesti, no solo registra la vida: la reinventa” (p.13). En esa reinvención trazamos las líneas de otra realidad, sentamos las bases simbólicas de un Nuevo Mundo. Es esa nuestra labor como poetas travestis: regresarle lo místico a esto que socialmente llamamos “lo real”.
Quemo palo santo mientras te escribo. Caen trozos de ceniza que manchan el teclado y mis dedos: la escritura es un rastro que se adhiere, el vívido ahora que no deja de latir. En ese sentido tu poética deja huella, envenena como la buena escorpio que eres: traes a este plano una terrible vida para ofrendarla en un altar de sábanas llenas de sudor, libros, labiales, tacones gastados y hojas rasgadas, para invocar un hogar que eres tú; luego lo muerto renace mancillado por llantos, sangre y semen, pero victorioso sobre el valle de silencios que se nos ha impuesto.
Es este gesto una venganza, citando a May Romero : “la escritura —en manos travestis— es una tecnología histórica en clave de venganza”, la misma venganza que reivindicas al inicio de este libro, rematando el párrafo con una “declaración del fin del mundo como lo conocemos”.
“Mi venganza es ser bonita”, exclama Mikhaela Drullard en “El feminismo ya fue”.
Cierro esta carta con mi pulso acelerado, llena de vitalidad porque tu poética y la juventud de tu fuerza me recuerdan el por qué seguir escribiendo es un gesto de re-existencia. Nuestra poesía es una materialización político-poética de las maneras otras en las que podemos encorazonar cosmovivencias que subviertan el legado de dolor que cargamos sobre nuestras cabezas. Un legado que es como una nube gris que no se hace lluvia, pero tampoco permite que nos abrigue la luz del sol.
Somos las herederas de esa mala escritura, del no-saber-hacer y es de nuestro indisciplinamiento que nacen los pluriversos inimaginados que harán mágico a este presente una vez más. `
Gracias por hacer un poema con tu casa.
En amor,
Alma.

La Juana Torres (Cereté, Córdoba) es una escritora, artista performática y estudiante de derecho. Ha publicado algunos textos en Volcánicas, Santa Rabia Poetry y la revista Kametsa. Este hogar que es mi cuerpa es su primer libro, publicado por Caribeñxs. Su trabajo politiza desde el lenguaje poético la experiencia vital trans, dotándola de una fuerza nueva con una voz contundente que reafirma que todo lo íntimo es profundamente político. La encuentran en Instagram como @lajuanatorres_