I
Se salvó porque desde la noche anterior se fue para Mariquita a hacer unas vueltas. En medio del barro quedaron su madre, su esposa, su hija, todo lo que tenía. Vivía solo —estaba solo— desde aquel noviembre de 1985. Lo encontré en Lérida, en una vecindad construida para albergar a los sobrevivientes de la avalancha. Habían pasado diez años desde la tragedia. Le pregunté si al igual que los demás “valancheros” iba a ir a Armero ese 13 a llevarles flores a ellas. “No, joven —me contestó—, yo no llevo flores al camposanto, porque las cruces las tengo es en el corazón”.
II
¿Cuántas tumbas puede haber en el camposanto de Armero? Pueden ser distintas las cruces, los santos, los colores, las formas, los epitafios, pero cuando se camina entre ellas, aturde, marea, impacta la fecha que se repite en letanía. 13 de noviembre de 1985, 13 de noviembre de 1985, 13 de noviembre de 1985… Es como un coro, como un mantra incesante que se corta con ese 16 de noviembre de 1985 que reza la cruz de Omaira Sánchez, esa tumba que, rodeada de acciones de gracias, de plegarias, de ofrendas, la hace ver como la víctima de mayor estatus.
III
Poco menos de un mes después de la tragedia de Armero, una crónica de un periódico nacional hablaba de los perros sin dueño recorriendo el camposanto: decenas de ellos caminando de un lugar a otro, olfateando, como tratando de encontrar una señal de vida, un olor que les ubicara dónde era su hogar, dónde estaban sus dueños. Por días y noches ahí se quedaron, ladrando, aullando, completamente huérfanos. Diez años después pude ver muchos perros solos todavía caminando a la deriva entre cruces, entre callejuelas inexistentes, entre casas en ruinas. Sé que no son los mismos de ese noviembre de 1985, pero me pareció bonito y a la vez triste, suponer que sí lo eran.
IV
Bolombolo es un corregimiento antioqueño que está a orillas del Cauca. Allí están acostumbrados a ver cuerpos asesinados que flotan o quedan atrapados en algún remolino. Pero algún día luego del 13 de noviembre de 1985, Juan Bautista Muñoz, que estaba haciendo algunos trabajos en la ribera, se asustó: no era ni uno, ni dos, ni diez cadáveres… alcanzó a contar cincuenta y cuatro. Decidió no dejarlos continuar hacia Santafé de Antioquia y, con ayuda de muchos, los rescató. Había que darles cristiana sepultura. Él cuenta que un capo de la mafia de Medellín le donó 40 ataúdes y que se tuvo que ampliar el entonces muy pequeño cementerio para que cupieran todos. El enterrador tiene ahora 95 años y en su memoria, que parece intacta, lleva años contando esta historia. Para los habitantes del pueblo es una verdad de a puño que esos muertos llegaron desde Armero, pero no puede ser posible: a Tolima y Antioquia los separa la cordillera Central. Más bien, provienen del lado de Caldas, arrastrados por la corriente del río Chinchiná recorrieron casi 160 kilómetros para hallar su última morada en tierras ajenas.