Tenía 16 años cuando me rapé la cabeza y con cinta pegué mi pelo en las paredes de la habitación de mis papás. Todo se dio después de tener una subida discusión con mi mamá en la que me advertía de manera determinante que no quería que yo fuera a su oficina con el corte con el que había llegado a casa: rapado solo el lado derecho y el resto adornado con algunos “mechones” verdes. Un escándalo para ella, quien aseguraba que ese motilado era sinónimo de vergüenza entre sus compañeros de trabajo. Como venganza absoluta y bajo la sombrilla de mi rebelde adolescencia, tomé la máquina para motilar y me quité todo, me aseguré de quedar completamente calvo y después de escuchar que mis papás salían a trabajar, entré a su cuarto y creé mi obra maestra. Pelos por todas partes. Pelo. Pelo. Mechas verdes. Pelo. Pelo. Imaginen la cara de mi mamá y mi papá al abrir la puerta de su nido de amor y ver tremendo intento performático. Recuerdo de manera muy puntual un leve grito de mi madre.
Mi papá era severo en mi niñez, no permitía bajo ningún motivo que yo tuviera el pelo largo, decía que me veía feo, que parecía un “niño cochino”, y obligaba a mi mamá a motilarme casi que como un militar. Yo la verdad creo que seguía siendo una negación interna de él al ver que su hijo era demasiado afeminado y que cualquier buzo se lo ponía en la cabeza para fingir desfiles y menear la imaginaria melena. Recuerdo que sentarme frente al espejo y ver cómo quedaba con la cabeza pelada siempre me generaba muchas inseguridades; afirmaba, desde antes, el ahora llamado bullying que me harían en el colegio en el que me decían “piolín” o “cabeza e’ porrón”; era el único niño del salón al que le quitaban por completo cualquier asomo de pelusa en la cabeza.
Fueron varios años en los que literalmente agaché mi cabeza para cortar todos los traumas de mis papás, aquellos que sin saber estaba heredando. Fue mi adolescencia y mi poco cuidado para contestar lo que me ayudó a sostener el pelo en su lugar, bajo la estética libre del despeluque. Un día mientras comíamos, mi papá me dijo: ya es momento de motilarse, y yo le respondí: me ponen un solo dedo en la cabeza y cojo la cuchilla de afeitar y me corto toda la piel. Hubo un silencio alucinante. Mi papá agachó su cabeza, por fin, y mi mamá se persignó. No me volvieron a obligar jamás.
Ayer fui al peluquero, que por cierto nunca me he “acomodado” con alguno. Mi pelo es muy parecido a mí: muy difícil de entender y manejar. Nunca he estado completamente conforme con algún motilado que me hagan, tampoco con llevarlo largo, menos corto. A veces lo admiro solo cuando estoy en la feria del despeluque. Alon, un filipino maravilloso fue quien trató de hacer su magia en mi cabeza, me contó algunas canas, me señaló algunas partes en las que aparece cierta alopecia, el evidente remolino que tengo en la coronilla, mejor dicho, me volvió mierda mientras meneaba sus caderas y lanzaba tijerazos rápidamente.
Entonces pensé: ¿Es el pelo una radiografía del momento vital de las personas? ¿Qué se le entiende a una persona cuando habla con su pelo? ¿Y si no es una reafirmación de la identidad sino, por el contrario, es perderla? Porque uno le pone la cabeza a otro para que le lleve, a través del corte, a las expectativas que uno le comparte, pero no siempre es así, a veces, se sale de una peluquería sin reconocerse, una especie de violación a lo que uno realmente quiere expresar, a cómo se quería ver.
Vi morir delante de mí a Martha, una señora de 47 años que no soportó su tratamiento contra el cáncer, frecuentemente me encontraba con ella en el hospital y dentro de las infinitas charlas que teníamos, sin duda alguna, una de las que más me conmovió fue cuando nombramos la caída de su pelo, miedo enorme que yo también padecía, además. Calvo pequeño y ahora grande. Ambos sin derecho a chistar. Ambos con la cabeza abajo.
Martha me decía que perder su pelo había sido la reafirmación de perder su fuerza. Que fue allí cuando realmente se dio cuenta de que estaba desnuda y desprotegida frente a una enfermedad que poco a poco conquistaba todo su cuerpo, se lo arrebataba, se lo robaba; había empezado por su seno, luego continuó con su pelo. Pausa.
Los mechones que crecen en la cabeza son sinónimo de algo que aún no logro poner en palabras, quizás son una extensión del pensamiento, o son un nido en el que se guarda mucha información, de pronto son la reafirmación de una identidad, la pérdida de otras y el escondite de varias.
Sé que Alon es mal peluquero, yo soy mal cliente y ambos nos tenemos de los pelos.