Además de considerarlas como obras maestras de la animación, Coraline y Monster House fueron mi entrada al terror de la vida. En la primera, una joven protagonista descubre una puerta secreta e ingresa a ese mundo donde sus padres están disponibles para ella y logra ser el centro de atención; a la vez, se deleita con la comida exótica y seductora que prepara su otra madre —un ser con ojos de botones, un hecho que resulta perturbador tanto para Coraline como para un niño—. Al inicio deseaba ese mundo, ¿cómo no si el universo contrario muestra una atmósfera oscura, fría y apagada? Es una vida aburrida para Coraline por estar lejos de sus amigos; sus padres ocupados no le ponen cuidado y le dan comida poco apetitosa, como si fuera a comer mondongo.
Es lo que hay, porque sus padres tienen afugias económicas. A diferencia del otro lado de la puerta secreta, el palacio rosado antes lúgubre obtiene unos colores vivos que vuelven ese lugar como ideal para vivir, más cuando sus vecinos la tratan como princesa. Es como el sueño agradable del que no quieres despertar.
La otra orilla es Monster House, perfecta para ver en Halloween. En mi mente quedó grabada su escena de apertura: una niña de pelo amarillo corre con su triclico con rapidez en medio de las hojas caídas de otoño. Vemos su alegría mientras tararea una canción hasta que el juguete queda averiado en el pasto. Intenta, intenta e intenta avanzar, pero el vehículo está aferrado; ahí para la música y solo se escucha el viento y el roce de las hojas. Se entera después de que está sobre el terreno de una casa con rostro propio, gris e imponente, un ente monstruoso. Se abre la puerta con suspenso y de allí sale un viejo decrépito, Horace Nebbercraker, con una mirada turbadora. “¡Fuera de mi césped!”, y sale a regañar a la niña y le destruye el triciclo en su cara. La niña sale corriendo con un mar de lágrimas mientras que el viejo entra a la casa sin antes darse cuenta de que una persona lo está vigilando desde la casa de enfrente, la de DJ, el niño que investiga al señor que ha hecho lo mismo con otros niños.
Coraline, por su parte, representa el miedo a tener otros padres; quedar sumergido en una parálisis de sueño para siempre, sobre todo cuando el mundo presentado es ideal al principio, pero luego vemos cómo se deforma con el paso del tiempo. Miedo a que nuestros padres se pierdan y no los encontremos; de alguna forma es un temor infantil como el niño que no encuentra a sus papás en el centro comercial cuando hace instantes tenía sus manos sujetadas.
En el caso de Monster House, los planos generales de la vivienda lograban inquietarme; era como tener los ojos encima de una criatura que prefieres evitar. Asimismo, con la mirada penetrante e invasiva de Nebbercracker que entraba de niño para incomodar. Son miedos de niño, la apertura a otros que conocí más adelante: por ejemplo, mirar hacia arriba a los edificios.
Cuando mi abuelo vendía maíz para las palomas al costado de la Catedral Basílica de Manizales, al frente de Mr. Pompy, yo me atrevía a ver la punta donde estaba el cristo crucificado. Pasaba el tiempo mirando detenidamente, en un plano nadir, hacia allá; cuando de la nada sentía que la catedral iba a caerse encima de mí e instintivamente gritaba como loco. El maldito efecto de la rotación y de las nubes me hicieron ver como un ingenuo: desde ese momento no miro para arriba porque me puede cagar una paloma en el ojo.
Al crecer aparece el temor a la muerte, y más cuando no sabemos qué ocurre después.
Soy alguien consciente de ella todos los días, a pesar de mi juventud. Viene a mi mente la película El séptimo sello, de Ingmar Bergman, donde el personaje principal juega una partida contra la muerte. Es la mejor representación de lo que hacemos cada día, pero es imposible escapar de ella. Nos acompaña.
El filósofo Zygmunt Bauman escribió en la introducción de Miedo líquido: “El miedo es más temible cuando es difuso, disperso, poco claro; cuando flota libre, sin vínculos, sin anclas, sin hogar ni causa nítidos; cuando nos ronda sin ton ni son; cuando la amenaza que deberíamos temer puede ser entrevistas en todas partes, pero resulta imposible de ver en ningún lugar concreto”. ¿Entonces ocurre la reencarnación? ¿Pasamos por un túnel donde vemos a lo lejos una luz? ¿Caemos en el vacío? ¿Nos vamos para el infierno? ¿No ocurre nada, pero qué es la nada?
Le tengo miedo a las tormentas eléctricas que parecen como si fuera a llegar el apocalipsis. He tenido ocasiones que cae un rayo al lado de la calle y me despierta con taquicardia; le temo a las llamadas en la madrugada, porque a esa hora solo llama el diablo a contar una tragedia; evito dormir, por ejemplo, con el cuerpo boca arriba, ya que si lo hago, sufro de parálisis de sueño. Es extraño e inexplicable ese caso.
Las puertas donde escondemos nuestros miedos están ahí, como en Coraline y Monster House. Tienen la probabilidad de abrirse sin necesidad de llave: aparecen en el momento menos oportuno, golpeando nuestra puerta y preguntándonos: “¿Y ahora qué vas a hacer?”. En muchos casos, solo queda soportar nuestros temores, porque hay que convivir con ellos.