“El agua que conocía era la del baño, la del lavadero y la del río Cauca, que queda aquí a media hora”. Pocas veces había salido de Riosucio, si mucho a Manizales o a Medellín, y ahora le tocaba con el poco dinero que tenía, llegar a Cartagena. Le dieron solo dos días para hacerlo. Aunque solo lo había visto en fotos y en televisión, y no tenía idea que tan difícil era, ese julio de 1983 estaba decidido a vivir del mar.
Sigifredo Afanador tenía 23 años cuando se le presentó la oportunidad de su vida, ser marinero de la entonces gloriosa Flota Mercante Grancolombiana. No es que la propuesta le haya llegado a la puerta de su casa, no. Tuvo que buscarla. De estudios solo tenía el de bachiller académico y el trabajo escaseaba en el pueblo, pero le dijeron que hablara con el doctor Julio César Uribe Acosta, que nada perdía con intentarlo. Y así lo hizo.
El doctor Uribe, era de Mistrató, por allá en las fronteras entre Chocó y Risaralda, pero vivió mucho tiempo en Riosucio, Caldas. Luego en Bogotá se volvió importante. Era nada más y nada menos que el secretario general de la Flota. Nunca olvidó la tierra que lo acogió, y en cada Semana Santa, en cada diciembre, en cada carnaval, volvía de paseo. Y ahí era el momento en que los riosuceños que querían volverse marineros, aprovechaban.
“El era la salvación de la juventud aquí en Riosucio. Había personas encargadas de acercarnos a él. Nos daban un formulario, y cuando estaba lleno se lo entregábamos personalmente. Era muy amable y humano” recuerda Sigifredo. Les decía que lo estuvieran llamando para ver como iba el asunto. Y sí, un día la respuesta fue que para continuar el proceso había que sacar el pasaporte y la licencia de navegación, que es el equivalente en tierra al pase de conducción. Esa vuelta se hacía en Bogotá.

En ese marzo de 1983 el país estaba patas arriba por el terremoto que casi acaba con Popayán, que dejó un saldo de 267 muertos… pero en Riosucio la vida seguía igual hasta que el 11 de julio del 83 llegó un telegrama a la casa de Sigifredo. Cordial saludo favor presentarse el 13 de julio oficina Flota Mercante Grancolombiana, ciudad de Cartagena, moto nave Río Cauca a nombre del contramaestre Jorge Ignacio Upegui. Era el momento de empacar, despedirse de la familia, experimentar, lanzarse a la aventura del mar.
Venían de Bogotá, de Cali, de Guaduas y, claro, de Riosucio, Pocos, muy pocos de los dieciocho que llegaron con él a Cartagena conocían el mar. Lo tuvieron cerca pero no pudieron disfrutarlo porque los esperaba un curso dentro del barco. “Cuando abrieron la puerta de acceso a la nave, sentí el aire acondicionado, adentro era como una ciudadela, quedé deslumbrado”. En las noches podían salir y la mayoría lo hacía solo para llamar a las familias, no había dinero para más. El fin de semana les dieron libre y muchos aprovecharon para jugar por primera vez con las olas, pero Sigifredo no lo hizo, se quedó mirando el horizonte, la inmensidad, preguntándose qué era el mar.
“Lo más sorprendente fue el momento de zarpar, era de noche y daba nervios ver el barco alejándose de Cartagena, cada vez se venían menos luces, hasta llegar a la oscuridad total. Entrando a Barranquilla, a Bocas de Ceniza, se sintió muy agitado, muchos se marearon…” pero ya no había vuelta atrás, la vida en el mar había comenzado. Sigifredo fue primero grumete, luego marinero y de ahí ascendió a timonel. Ese era su cargo cuando se acogió al retiro voluntario en 1992.
La vida de marinero que tuvo Sigifredo Afanador no es muy diferente a la de Carlos Acosta, Roberto Urrego, Pedro Pulido, Jairo Galeano y José Orrego, personajes que son parte de Los náufragos de la Flota Mercante Colombiana, un gran reportaje escrito por la periodista Heidi Acosta Torres que narra el nacimiento, la gloria y la caída de esta empresa que durante 50 años fue una de las navieras más importantes del mundo y que bajo el lema La patria en los mares hinchó de orgullo el pecho de los colombianos.
El Buenaventura llegando a Tokio, el Ciudad de Popayán a Nueva York, el Ciudad de Armenia a Portugal, el Ciudad de Bogotá a Chile, el Ciudad de Cúcuta a Yugoslavia, y así, el Ciudad de Manizales, el Ciudad de Bucaramanga, el Ciudad de Pasto, el Ciudad de Medellín, el Río Cauca, el Río Magdalena atravesando el Atlántico, El Pacifico, el Indico… La patria en los mares, literal y simbólicamente, representada en los 70 buques entre propios y alquilados que en el mejor momento de La Flota Mercante Gran Colombiana hacían escalas en 267 puertos de 45 países de Asia, Europa y América.


En ellos se transportaba de casi todo, pero especialmente el café colombiano, el producido en el Tolima, Antioquia, el Eje Cafetero. Los efectos de las restricciones operativas a las marinas mercantes en plena II Guerra Mundial y el tratar de emanciparse de la estadounidense —con la que a mediados de la década de los 40 no hubo un acuerdo para rebajar los altos fletes— fueron dos de los grandes motivos para crear la Flota.
Manuel Mejía Jaramillo, gerente de la Federación Nacional de Cafeteros, fue quien encabezó la gestión que llevó a la creación de la empresa el 8 de junio de 1946. Se le llamó Grancolombiana porque fue una alianza de tres países hijos de Bolívar: Colombia aportó el 45% de los 35 millones de pesos de capital autorizado. Otro 45% lo puso Venezuela, y el 10% restante, Ecuador. Para sellar la hermandad, el acta de constitución se firmó en la Quinta de Bolívar en Bogotá, y se usó la pluma y el tintero de plata del Libertador.

Se nombró gerente de la Flota a Álvaro Díaz Sarmiento, quien duró en el cargo 38 años. El capital colombiano salió del Fondo Nacional del Café, que era administrado por La Federación Nacional de Cafeteros. Con el total del dinero se adquirieron en Nueva Orleans, ocho buques cargueros que habían sido usados en la II Guerra Mundial. Tres de ellos se llamaron República de Colombia, Río Magdalena y Ciudad de Bogotá. Otros tres le hacían homenaje a Venezuela, y otros dos, a Ecuador.
La primera ruta fue Panamá a Nueva York. Para 1951 ya se hacían operaciones en Europa, y para el 53 la Flota contaba con 21 buques propios. Ese mismo año se retiró Venezuela que animado por la idea de que podía irles igual de bien teniendo su propia flota. Para la década de los 70 la empresa seguía viento en popa, una de las mejores para trabajar en el país, con grandes salarios y prebendas para sus 2.100 empleados. Cada uno de sus barcos zarpaba con 52 tripulantes. Uno de ellos, era Carlos Acosta, el papá de Heidi, otro hijo de la montaña, que no conocía el mar, que no sabía de barcos pero que como mecánico que era, aprendió a repararlos, y de ello vivió hasta su muerte.


En homenaje a él es que ella hace ese libro que como si fueran olas, entrelaza la historia suya —la de su padre llevándola desde Cartagena hasta Chile en el buque Buenaventura, o la su madre Dioselina conociendo Europa junto con su esposo—, la de cuatro marineros retirados —un mecánico, un timonel, un ingeniero y un electricista— y la de la Flota que al cerrar dejó como náufragos a sus empleados que les tocó luchar por su pensión mientras envejecían y añoraban volver al mar.
Los relatos de Los náufragos de la Flota Mercante Grancolombiana, publicado por la editorial de la Universidad de Antioquia, son prolijos en detalles e investigación: se habla del contrabando de televisores, de perfumes, de equipos de sonido, de ropa, de licor, que los marineros traían a Colombia en sus camarotes. Se habla de los hombres bien vestidos que en el puerto de Buenaventura llegaban ofreciendo millones a quienes se decidieran a encaletar droga que sería reclamada en Estados Unidos o Europa. Se habla de la diferencia de estratos dentro de los barcos, y de cómo los rangos más importantes tenían sus propios chef, sus propios meseros y una vida de lujo en relación con los demás tripulantes.
También se explican, claro, las razones por las que llegó a su fin. El viento comienza a girar en contra en 1978 por los cambios en las leyes de la reservas de carga en otros países, luego la huelga de 1981 que duraría 135 días y que se acabó cuando se cedió a las peticiones de los empleados de un aumento en el salario del 40% —estaban congelados desde tres años atrás—, luego la apertura económica propuesta por el presidente Gaviria en 1992. También se le suma la crisis cafetera, que los sueldos eran en dólares, que ninguno estaba afiliado a las pensiones del Seguro Social, que fue un fracaso el crucero que se inventaron para tener más recursos.
En enero de 1997 se vendió el último barco de propiedad de la Flota, se liquidó la empresa y comenzó el calvario de los trabajadores reclamando indemnizaciones y pensiones. Sigifredo Afanador se fue antes del final. Se acogió a uno de los planes de retiro voluntario que desde el 92 ya se venían ofreciendo porque la situación venía mal. “Nos querían obligar a hacer de todo, a los de cubierta los ponían a trabajar en las maquinas, y viceversa. Además nos quitaron las horas extras, los dominicales, y metieron empleados temporales que hacía el trabajo por un sueldo integral muy bajo. Yo tenía quincenas, que entre el salario fijo y otras prebendas, eran de 500 y 600 dólares, pero luego no pasaban de 220 dólares”.

Con lo de la liquidación y lo que tenía ahorrado se dedicó al transporte de carga y actualmente al de pasajeros entre Riosucio y Manizales. Habla de lo vivido en aquellos maravillosos momentos de la Flota como si el tiempo no hubiera pasado, no hay como olvidarlo si cada año, en agosto, se reúne con un montón de marineros provenientes de todo el país para recordar anécdotas, viajes, canciones, conversaciones y a los que ya no están.
“Después de la desaparición de la empresa, los contactos con los compañeros fueron mínimos” dice Sigifredo. Pero una casualidad llevó a que poco a poco volvieran a reencontrarse. No hay datos exactos, pero se calcula que de la mano del Doctor Uribe Acosta, unos cien riosuceños terminaron embarcándose en la Flota, dejando atrás la vista del Ingrumá para enfrentarse al amplio horizonte de los mares. En 2015, uno de ellos, Darío Trujillo, se encontró en Bogotá con algunos de sus excompañeros y los invitó a su finca en las afueras del pueblo. “Llegaron en agosto y fue muy bonito el encuentro de seis de nosotros. Al año siguiente, volvieron, pero ya eran diez. Y en el año 2017, ya eran sesenta y cinco, sin darnos cuenta habíamos oficializado el evento. Para el quinto encuentro, fuimos ciento cincuenta y seis”.

Entre los exmarineros de la Flota, a los de Riosucio, les dicen Los paisas, y todos los quieren. Dice Sigifredo que se ganaron ese cariño porque mientras estuvieron trabajando, no discriminaban ni por el color ni por las creencias. “Nos gustaba hacer amigos, en los barcos viajas dos, tres meses, viendo a los mismos en el comedor, en la sala de reuniones, en la cubierta, en las máquinas. Nos convertimos en familia”. Y este Encuentro Anual de Marineros ha afianzado esa sensación, hay abrazos, lagrimas y muchos momentos felices.
Ya van ocho encuentros, serían más si la pandemia no se los hubiera impedido, Ahora hay un grupo de logística grande, que incluye reservar los hoteles desde Semana Santa. En los años que no hay carnaval se hace coincidir el evento con el Primer Gran Decreto que es por lo general en el segundo puente de agosto. “Nos disfrazamos y también, como marineros, decretamos”. Desde el viernes hasta el lunes festivo se programan charlas, participación de grupos musicales, una chivatur, y una misa por los que no están bien de salud y por lo que ya no están.

“Cada año falta alguien, van muriendo” y eso incluye también a las esposas, esas Penélopes, que eran el ancla en medio de una vida nómada. Sigifredo recuerda con especial a dos de ellas que “eran como un motorcito” ayudándonos a organizar los encuentros: Elvia Quintero, y Dioselina Torres, la mamá de Heidi, quien no alcanzó a ver el libro publicado, a pesar de que tanto lo añoró.
Dioselina ya no estuvo en el encuentro que se realizó en este agosto de 2025, pero en su reemplazo llegó Heidi. La reunión de los marineros coincidió con el Encuentro de la Palabra, y la periodista, ante decenas de marineros, pudo presentar el libro, en el que si bien esta la historia de vida de cinco marineros representa la de todos los que estaban presentes, esos náufragos en tierra firme que aunque ya estén viejos, y ya no naveguen, no han querido perder la gracia del mar.


Encuentro de marineros en Riosucio. Decretando para el Carnaval. / Crédito: Archivo Heidi Acosta