
Muchas veces creemos que el libro es una actividad autónoma y solitaria, y aunque en muchas ocasiones puede serlo, pensar el libro como una actividad colectiva se nos dificulta.
Pero también olvidamos que el libro nació para comunicar. En la antigua Mesopotamia, alrededor del IV milenio a.C., se usaban placas de arcilla para registrar información. Aunque la necesidad de escribir era más administrativa que literaria, de ese simple hecho pudo nacer lo que hoy llamamos literatura, el puente que recrea los deseos humanos más profundos.
El milagro de poder leer aquello dicho entre el tercer y cuarto milenio antes de nuestra era, en el fondo del golfo Pérsico, se mantuvo gracias a una impresión en una caña cortada sobre tablillas de arcilla, estas luego eran secadas al sol o cocidas al horno. Para dejarnos leer uno de los versos más hermosos:
“¿Por qué deseas hacer tal cosa?”
… … …
se besaron y sellaron su amistad.
(El resto, perdido o mutilado)«
Podemos suponer que estas palabras fueron dichas entre el Tigris y el Éufrates, que ahora confluyen para formar el Shatt-el-Arab. Porque cuando la civilización nació en Mesopotamia, surgida del pueblo sumerio, mientras las primeras ciudades se levantaron a orillas de los ríos y en el litoral del golfo, la poesía también nacía. Y con ella, la creencia de hablar el arte con palabras, que hoy también podemos comprender.
Entendemos entonces que el libro es un vehículo que nos conecta y conmueve hasta en el más mínimo detalle, y que como experiencia viva nos remueve de maneras muy personales, pero también en comunidad. Por eso hoy leemos el Poema de Gilgamesh y podemos comprenderlo, podemos entender esos lazos de amistad que se sellaron con un beso.
Me alegra concluir que este ejercicio comunitario a través del libro sigue vivo. Que podemos escuchar y reconocer al otro, a través de lo que lee, de lo que nos comparte. Lo vivimos en el club de lectura cada quince días, pero la sesión pasada fue especial. Compartirnos libros entre nosotros, abrir los empaques de libros que no serían los nuestros en señal de cuidado del regalo que iba a entregarle a alguien más, conocer gustos y pasiones, pero sobre todo, responder al libro como un objeto que nos transforma. Reconocernos como los sumerios lo hicieron con Gilgamesh, con Enki, Ninhursag y Nannar, así como toda su vasta literatura, es un homenaje al deseo de miles de años atrás: comunicarnos.