Era tarde, se hacía de noche, y eran esos tiempos raros de pandemia. Estábamos justo en ese momento en que la situación era lo suficientemente permisiva como para hacer visitas a amigos o familiares, pero no tanto como para salir, caminar sin rumbo y perderse por las calles repetidas de la ciudad.
A la casa de mi abuela —donde viví mi infancia y gran parte de mi adolescencia— habían llegado unas familiares a visitarnos: una tía con su hija, mi prima. Con ellas estaba un nuevo integrante: un perro, que daba la impresión de estar viejo y angustiado. Al preguntarles por el can respondieron que se lo habían encontrado por el barrio y que querían quedárselo. Parecían entusiasmadas. Sin embargo, yo no podía dejar de pasar por alto su entusiasmo para pensar más bien en el posible sufrimiento del perro, que ladraba y temblaba, dando la impresión de que en cualquier momento iba a caer patas arriba convulsionando.
No me detuve a considerar las posibles consecuencias, fue más bien un acto impulsivo: saqué mi celular, le tomé una foto al perro añejoso —mientras mis familiares se encontraban alejadas del lugar—, me metí a mi Instagram y subí una historia con la foto recién tomada, indicando que habíamos encontrado al perro por el barrio y solicitando que si alguien conocía a sus dueños se comunicara conmigo. Pasó menos de una hora para que alguien me escribiera. Efectivamente, el perro tenía familia y lo estaban buscando. Fue justo ahí cuando empecé a pensar, a hacerme preguntas importantes para aquel momento: ¿Cómo se los voy a decir? ¿Debí meterme? ¿Cómo van a reaccionar apenas sepan que no se pueden quedar con el perro? ¿Lo entregarán? Dudé para responderle al personaje que me había contactado, alcancé a hacerme otra pregunta: ¿Y si me hago la loca y me olvido del tema? Mi mente empezó a proyectar el problema que se me vendría encima en cuestión de minutos, y convencida de que estaba haciendo lo correcto tomé el celular, de nuevo, para responder y enviar la dirección de la casa en donde estaba el perro, aburrido y sin ganas de comer, de vivir. Aparté el celular y me tumbé en la cama de mi habitación, apreciando esos últimos momentos de calma, porque sabía que se me venía grande y que no iba a salir ilesa de la situación. Y entonces tocaron la puerta de la casa preguntando por el perro, mi corazón latía con fuerza, a mi tía y a mi prima no les quedó más remedio que entregarlo, confundidas de cómo había sido posible que hubieran dado con el paradero del perro. No sé por qué, si por un acto puro de sinceridad o de estupidez, les dije que había sido yo la que se había puesto en la búsqueda de los dueños del animal. Aún quedaba en mí un pequeño cúmulo de positividad que me hizo pensar en que tal vez comprenderían la situación, que podría terminar bien, con una carcajada entre todas y un cambio drástico de tema. Pero no fue así. Lo que ocurrió después fue un punto de quiebre, el fin de mi vida tal y como la conocía hasta entonces. Por la ventana salieron los ecos de todas las palabras que se dijeron, y salió también la relación amigable que habíamos mantenido mi tía, mi prima y yo hasta ese momento.
Traigo esto a colación porque comprendí, después de algunos años del incidente y viéndolo con la distancia prudente que otorga el tiempo, que pensar diferente y, por ende, actuar diferente —así sea en cosas tan nimias como esta— puede costarnos la vida. A mí me costó la vida que conocía hasta entonces, fue, por decirlo de alguna manera, una muerte simbólica. Pero hay muchos otros, en especial en este país en donde para casi todo la solución es ser violento, que pensar diferente los hace acreedores de un silencio sepulcral, eterno.