Estamos en la sala de puerperio del hospital, en la cama 307. Cuatro camas, divididas por cortinas azules, conforman este espacio. La recién nacida viste un saco beige con pececitos verdes, un pantalón remangado –del mismo color– y un gorro gris. Tiene los ojos abiertos, pero no mira. Un vello fino cubre su piel rosada. El cabello aún está húmedo por el líquido amniótico; los restos de una capa blanca, grasosa y espesa y la sangre del canal de parto.
Repaso las últimas horas. Miro a la cría con desconfianza: no puede ser ella el feto que, hasta hace un rato, invadía mi tripa. Me fijo en sus manitas rugosas; le quito las medias para contar los deditos de sus pies; observo el lanugo de sus orejas… No sé qué siento. Hace apenas cuatro horas salí de la sala de partos, hace poco más que mi cuello uterino se dilató y ella asomó su cabeza por mi vagina, liberó sus hombros y fue extraída de su mundo acuático.
Me levanto lentamente de la cama para correr las cortinas, tengo miedo de que al moverme me duela la vagina recién cosida. Mis manos están adoloridas, los músculos cansados, tengo la boca seca y sangre en los pies. Llevo la bata blanca, el culo descubierto y dos telas gruesas y grises entre las piernas. Corro las cortinas y regreso a la cama. Quedamos solas, bajo una luz blanca y el olor a viejo de los hospitales. Son las 10 p. m. Ella ha cerrado los ojos. Su pecho sube, baja.
De repente, chilla. La levanto y la pongo en mi pecho. Abre la boca en el aire como un pececito que se ahoga. La acuno en el brazo y su pancita se choca contra la mía. Me desnudo y le ofrezco el pezón oscuro de mi teta izquierda. Ella lo atrapa y succiona. Succiona. Succiona. ¿Estará saliendo calostro? ¿Cómo saberlo? Me dejo llevar por sus sonidos y mis ideas. Pienso que los conductos de la teta son como los ríos de un mapa. En ellos viaja la leche. Me gustaría observar cómo se forma a partir de mi sangre y seguir su recorrido durante los 30 o 40 minutos que dura la toma.
La leche es sangre. Se produce a partir de componentes de células sanguíneas y elementos de mi sistema inmunológico. La leche está viva: contiene bacterias y enzimas, y cambia de sabor si consumo picante o alimentos fuertes. Además, si la bebé enferma, su saliva –al entrar en contacto con mi pezón– informa a mi cuerpo que debe ajustar la composición inmunológica y generar los anticuerpos necesarios. Es un ecosistema completo, dispuesto, como yo, a cuidar a la cría.
Una enfermera corre la cortina y entra con la luz blanca del pasillo. Me trae cuatro pastillas naranjas –vitaminas—y dos pastillas blancas –acetaminofén–. Me las extiende en su mano, junto con una botella de agua. «Mamá, ¿cómo va con la teta?» Bien, le digo. «A ver, mamá, ¿si le está bajando?» Sin pedir permiso, me toma la teta derecha, la exprime y sale un líquido amarillento. «Ay, sí, lo que hay es leche. Siga dándole a la Pitufina. Tiene buen agarre, mamá», dice con voz alegre y chillona. Sale del cuarto improvisado sin cerrar la cortina.
Sigo con la bebé en brazos. Soltó la teta, tuvo hipo y ahora y gruñe entre sueños. Le canto suavecito líneas de Pajarito colibrí. ¿Cuándo tengo que cambiarle el pañal? ¿Cada cuánto la alimento? ¿Cómo sé si quedó satisfecha? Me rindo… Voy hasta el borde de la cama, muevo el comedor y me obligo a tragarme la cena: una crema de verduras, arroz, carne sin sal, una torta de banano y jugo de tomate de árbol sin azúcar. Tengo sed pero evito el agua para no ir al baño.
Mi cuerpo se siente extraño, vacío, descolgado. Hace frío y me pesa estar sola.