Países bálticos: cicatrices de concreto

20 de agosto de 2025

El fantasma de la cortina de hierro ya es menos que “un palo pintado de rojo y blanco”, como dijo García Márquez en "De viaje por los países socialistas". Ahora es una herida de la ciudad que se cicatriza en concreto.
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Un fantasma recorre los países bálticos y Polonia: el fantasma de la cortina de hierro. Solo quedan restos por ahí: un parque, llamado Grūtas park, cerca de la frontera entre Lituania y Bielorrusia, que tiene 86 estatuas al aire libre de los líderes soviéticos y al que han llamado como “el mundo de Stalin”. Lo más surrealista es que el mismo parque alberga un zoológico, por lo que no es difícil el ejercicio mental de ver a Lenin convertido en emú revolucionario para expiar sus pecados. O el hotel Viru en Tallin, Estonia (construido en tiempos soviéticos para atraer dinero capitalista), que tenía pisos y salas fantasma en que los agentes de la KGB (policía secreta rusa) espiaban a trabajadores y a turistas durante la URSS. O el restaurante el Cerdo rojo en Varsovia (Polonia), con temática comunista y platos ofrecidos tanto para la clase proletaria como para los burgueses: hay un cuadro en que el cerdo es la evolución de Marx, Engels y Lenin y otro en que es la evolución del hombre con bolsa de McDonald’s. Pobre cerdo, en todo caso. Hablando de cerdos, también hay otro cuadro de la última cena comunista en que se ve a Fidel Castro con una mano sosteniendo un habano y la otra tocándole el culo a una camarera.

Un amigo me preguntaba que cómo me había ido conociendo estos países que uno por lo general solo se entera de ellos cuando juegan los octavos de final de la Eurocopa. A nosotros los colombianos, dicho sea de paso, todavía nos conocen por jugadores de fútbol y por Pablo Escobar.

A las que llaman “repúblicas bálticas” (que son especialmente tres: Estonia, Letonia y Lituania —hay otros países bañados por este mar, como Polonia, pero se suele usar el término solo a las que mencioné—), les ha tocado bailar con los monstruos más horribles: la Alemania Nazi de la Segunda Guerra Mundial hasta que los derrotaron los aliados, en 1945, y la Unión Soviética, hasta la liberación de las repúblicas socialistas, en 1991. El coctel de molotov es horroroso para estos territorios a los que las grandes potencias los consideran menos que Estados independientes, más como campos de guerra. Pongamos el caso de Letonia, que perdió un tercio de su población tras la Segunda Guerra Mundial: campos de concentración nazis como el de Salaspils, el más grande de los países bálticos, que ahora es un gran monumento como un inmenso ataúd junto a estatuas que representan a las víctimas: dicen que más que “campo de concentración” era una “prisión” o un “campo de educación laboral”, pero vaya usted y escoja el peor eufemismo de lo que en realidad era un campo de tortura, en el que la propaganda rusa decía que 50.000 personas fueron asesinadas; el ghetto judío de Riga: en Letonia los nazis mataron a 100.000 personas en masacras a gran escala o en el campo de concentración, solo por ser judíos o por ser sospechosamente comunistas, entre otros crímenes preventivos, y con esto cambiaron la configuración étnica del país; iglesias de diferentes cultos y de diferentes naciones destruidas por los soviéticos o usadas para guardar alimentos, como la Catedral de Riga en la época soviética, porque la única religión permitida en la URSS era la del comunismo y las únicas efigies religiosas eran las de Lenin o Stalin, entre otros santos rojos.

La verdad es que el fantasma de la cortina de hierro ya es menos que “un palo pintado de rojo y blanco”, como dijo García Márquez en De viaje por los países socialistas. Ahora es una herida de la ciudad que se cicatriza en concreto o una pesadilla de la que todavía se sobreponen. Uno podría seguir enlistando hechos horribles; lo cierto es que de la época soviética (que no terminó hace mucho, solo hace 34 años), hay sobre todo malos recuerdos, como el que eran obligados a hablar en ruso o como que no se podía confiar ni en la abuelita. Decía una guía que, si bien cada uno de estos tres países tiene una lengua diferente (estonio, letón y lituano), muchas personas adultas nacidas antes de los 80 pueden hablar entre ellos en ruso. Cosa que va a cambiar porque las nuevas generaciones están interesadas en el inglés o hasta en el español como segunda lengua. El ruso, para muchos, es un idioma que representa otra forma de dominación, un intento más de dominar cada espacio de la vida, propio de regímenes totalitarios.

Decía otra guía en el hotel Viru, nacida en época soviética, que si un turista se quejaba de que no había papel higiénico (por ejemplo, que una francesa, sentada en el inodoro, se quedara 10 minutos buscando papel higiénico después de hacer lo suyo, se quejara y dijera: “En este régimen no hay nada, está demostrado que no sirve”), al otro día le llegaba a la habitación su rollo nuevo, sin que lo hubiera pedido, por su puesto. La guía nos decía a los turistas que tomáramos y grabáramos videos. Nos repetía que ahora sí se podía, no como en otras épocas, cuando solo salía la información que era conveniente para el régimen. La táctica era que los turistas supieran que la KGB vigilaba sin decirlo abiertamente: eran profesionales: en materia de espionaje y de control, la duda es más conveniente que la certeza. Ella también nos dijo que había personas que registraban las horas de entrada y salida del hotel (al que no podían ingresar locales, solo extranjeros) y de los ascensores. Una de esas personas era una “inocente” anciana sentada junto al ascensor, que no parecía que anotaba los movimientos de turistas, trabajadores y diplomáticos sino solo recetas de comida.

Hotel Viru en Tallín, Estonia. / Crédito: Julián Bernal Ospina.

Una sociedad en que se dormía con el enemigo: hasta el esposo podía ser el principal informante. De las oficinas de la KGB queda una en el piso 23: los soviéticos decían que el edificio solo tenía 22, pero la gente contaba y eran 23. Hasta a los extranjeros que llegaban al hotel, si hacían algo indebido, como por ejemplo salir y visitar a algún familiar, al otro día les llegaba un comunicado diciendo que por favor, por su propia voluntad, no lo volviera a hacer. En el Viru quedan aún uniformes de la KGB, micrófonos, papeles y una lista de fotografías con espectáculos y demás para demostrar que estaba a la altura de los occidentales. Hoy es un edificio que solo está a la altura de la infamia soviética.

En el Hotel Viru aún quedan vestigios de los instrumentos de espionaje que utilizaba la KGB. / Crédito: Julián Bernal Ospina.

Por estos días pululan las banderas de Ucrania y las referencia a Putin como dictador pintadas en muros y puertas por ahí. Al frente de la embajada de Rusia en Riga, en la fachada de un edificio dedicado a la historia de la medicina, tienen colgada una imagen del presidente de Rusia con sonrisa de cadáver, como si fuera el rostro de la muerte. Es clara la afinidad que sienten las repúblicas bálticas con Ucrania; en cualquier momento les puede volver a tocar.

El viernes pasado Putin se reunió con Trump en Alaska para “buscar la paz” por la invasión rusa a Ucrania. La noticia se hace más importante por cuenta de que la Corte Penal Internacional había ordenado el arresto de Putin por crímenes de lesa humanidad y genocidio. En el museo de la ocupación en Riga aparece la foto de Stalin, Roosevelt y Churchill en las reuniones de Teherán y Yalta como aliados de la Segunda Guerra Mundial, en las que se dividieron el mundo y, también, los países bálticos, sin contar con la gente. Sin saberlo, o haciéndose los pendejos, abrieron otro capítulo a varios conflictos mundiales, como el de Israel y Palestina. Ahora que se reunieron Putin y Trump en Alaska, con la foto de toda la parafernalia bélica y esa pomposidad de quien quiere ser visto y no de quien quiere hacer algo serio, parecieron tener la misma actitud que sus antecesores Stalin, Roosevelt y Churchill: hombres que dividen el mundo como quien negocia qué pedazo del pastel le toca. Por lo visto a veces los fantasmas políticos no mueren sino que, como la energía, se transforma.

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  • Manizales, 1993. Es escritor, editor, periodista y politólogo. Autor de los libros ‘Donde el eco dijo’, ‘De noche alumbran los huesos’ y ‘Como un volcán entre los huesos’. Ha publicado textos de periodismo narrativo en revistas como El Malpensante, Vorágine, Universo Centro, Late, Literariedad, La Cola de Rata, entre otros. Algunos de sus textos de ficción han recibido reconocimientos. Trabaja como editor en Jaravela Editores.

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