Diez ideas sobre escribir columnas durante diez años

10 de agosto de 2025

¿Puedo hacer un diálogo? ¿una lista? ¿una crónica? ¿puedo ser irónica? La respuesta es "sí". Escribir una columna es un privilegio, pero es, sobre todo, un atrevimiento. Atreverse a decir, y hacerlo de manera creativa.
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Hoy hace 10 años publiqué mi primera columna en La Patria. Antes había participado cada mes en Quehacer Cultural, en donde escribía reseñas literarias que a veces rozaban hechos de actualidad, pero fue en La Patria en donde me convertí en opinadora semanal y descubrí que podía hablar de literatura, pero también de otros temas.

A Miguel Ángel Manrique, un escritor a quien tuve la dicha de tener como profesor, le escuché que las cosas de la vida hay que celebrarlas. Que hay hechos que pueden parecer insignificantes y pasar de largo, pero está en uno la decisión de hacer pequeñas fiestas con las cosas cotidianas: convertir los días simples en fechas celebratorias, y la vida en una serie de hechos jubilosos que le quiten peso a las horas de preocupaciones y desvelos. Hay que festejar los cumpleaños, los aniversarios, los grados, los premios, los ascensos, y no conviene aplazar esas celebraciones para después, porque nunca se sabe si habrá después.

Celebro entonces una década como columnista que es, básicamente, una década de disciplina. La inspiración no existe: existe la determinación de abrir un espacio en la agenda para sentarse a escribir con o sin ganas, con o sin tema, con o sin cansancio, con o sin temor, con o sin gripa, y cumplir la cita con los lectores. Acá van algunas conclusiones a las que he llegado luego de publicar 400 columnas en La Patria, otras 30 en El Espectador, en donde escribo los martes cada 15 días desde 2024, y algunas más en Barequeo, mi casa desde junio de este año.

Siempre hay tema

Hace poco Carolina Sanín dijo en uno de sus monólogos: “las personas que hacemos columnas de opinión a veces tememos que no se nos ocurran más cosas… ¿de qué más voy a escribir? Siempre hay un tema porque la curiosidad genera curiosidad”. La escuché y pensé que esa es una conclusión a la que llega solo quien ya ha escrito. El que no se lanza a escribir a veces se abstiene precisamente por ese temor: ¿de qué voy a escribir? ¿de dónde salen los temas? Las columnas no son ensayos ocasionales sino escritos frecuentes y esa periodicidad exige educar la mirada para captar asuntos de interés en el mundo cotidiano, que está compuesto no solo por lo que pasa en el trabajo, la familia o el espacio público, sino también por los libros que leemos, el cine que vemos, la música que oímos. Cualquier circunstancia puede detonar una columna. En ese sentido las columnas parecen un diario personal escrito cada 8 o 15 días: el segundo domingo de agosto de 2015 pensé en esto; el primer domingo de abril de 2020 me preocupaba esto, y así por años y décadas.

Escribo, luego pienso

No redacto columnas; las escribo, que es distinto. Escribo con genuina curiosidad para aclararme a mí misma qué es lo que pienso sobre un tema. No espero tener resuelto el asunto en la cabeza para después sentarme a escribir. Escribo como un acto de creación: a medida que tecleo pienso, conecto, recuerdo, identifico contradicciones, busco referencias, borro. Las ideas se me ocurren durante la escritura y nacen a partir del ejercicio de escribir. Por eso no le temo a la hoja en blanco, porque sé que se soluciona con datos y con tiempo.

Entre la anécdota y el ensayo

Le oí a Mauricio García Villegas, un columnista que siempre leo, que la columna es un escrito menos íntimo que la anécdota personal y menos solemne y formal que el ensayo. Es un género a medio camino entre los dos: el tono coloquial y la referencia personal le pueden caer bien, pero no bastan, y el exceso de academicismo también la puede arruinar. El reto consiste en mantener el equilibrio. En tener algo para argumentar y cuidar la forma en la que se expresa. En encontrar un tema que pueda ser de interés público y desarrollarlo con un tono ameno.

La voz se va construyendo

Tener una columna es tener una voz pública, pero la voz no emerge en la primera columna. Empecé a publicar columnas siendo gerente de la Corporación Cívica de Caldas y me tomó tiempo quitarme las amarras que yo misma me había impuesto. Tardé en descubrir que podía ejercitar la libertad y que los límites de lo que no puedo decir o no debo decir o no conviene decir son sobre todo barreras mentales internas y no talanqueras externas. Frenos tan sólidos como los relacionados con la forma de escribir: ¿puedo hacer un diálogo? ¿una lista? ¿una crónica? ¿puedo ser irónica? La respuesta es «sí». Sí se puede. Escribir una columna es un privilegio, pero es, sobre todo, un atrevimiento. Atreverse a decir, y hacerlo de manera creativa.

El valor de los editores

Lo que más disfruto de escribir es reescribir. Editar, cortar, reorganizar párrafos, cambiar palabras, elegir sustantivos y verbos. Por eso acostumbro escribir al menos dos o tres días antes de publicar, para tener tiempo para esa revisión. 10 años como columnista son también 10 años de trabajo de mis editoras de cabecera, a quienes les agradezco las correcciones, los comentarios y las luces: Ana María Mesa y mi mamá, Martha Botero. No publico nada que ellas no hayan leído previamente. A veces no estamos de acuerdo y ese debate también me nutre. Nicolás Restrepo Escobar me leyó las columnas que envié a La Patria hasta que renunció al periódico en 2023 y me salvó de algunos gazapos vergonzosos. Ahora que publico en El Espectador noto la dedicación y el cuidado detrás de cada texto en la versión web e impresa.

Siempre hay lectores

Publicar columnas se parece a esa figura recurrente en los libros de aventuras de esconder un mensaje en una botella que se lanza al mar confiando en que alguien la encuentre. Antes esa botella eran los periódicos, pero ahora esa botella se impulsa desde las redes sociales: la columna sale publicada y tanto el autor como los lectores la replican en redes y alcanza públicos inesperados, presentes y futuros: aunque escribo este texto hoy, lo escrito tiene una vocación de perdurabilidad. A veces aparecen lectores de columnas antiguas. Otras veces aparecen lectores al otro lado del planeta. Que existan lectores amables por fuera del ámbito familiar me sigue pareciendo un regalo de la vida, sorprendente y amoroso.

La gente pelea con el mensaje de las redes

He escrito columnas de 550 palabras, de 700, de 800 palabras. Al publicarlas en redes resumo el contenido en un mensaje de 280 caracteres. Muchas personas pelean, replican o aplauden lo que digo en las redes, pero se nota que no leyeron la columna. Siempre hay lectores, sí, pero la circulación de las columnas por redes sociales apela más a la emoción que a la retroalimentación reflexiva. Muchos clics no significan muchos lectores. Ningún clic no significa cero lectores.

En la orilla y a mar abierto

Entre las muchas clasificaciones que puede haber de columnistas, yo mentalmente los separo en dos grupos: los que nadan por la orilla y los que nadan a mar abierto. Los primeros son los que van sobre seguro y se especializan en un tema sobre el que escriben siempre, o recurrentemente. Los segundos opinan sobre cualquier cosa y corren el riesgo de ahogarse, porque en cualquier asunto siempre habrá alguien que sepa más que uno. No obstante, valoro la honestidad de ese riesgo y valoro también la curiosidad que invita a hablar de diversos intereses, a ser impredecibles y a sorprender al lector. Cifras y Conceptos presentó hace poco un Certificado de Creadores de contenido que incluye a 3.400 influencers, artistas y también columnistas. Oí que una recomendación para quedar mejor en el ranking consiste en especializarse en un tema. Supongo que a quienes les interesan las métricas esa puede ser una sugerencia valiosa, pero yo disfruto más el espíritu renacentista: saltar de la charla sobre la tala de árboles al fallo contra Uribe, y de ahí a un libro y de ahí a un destino turístico y de ahí a un deportista. También ocurre que toda esa diversidad sirve para regresar a las mismas tres obsesiones que cada uno tiene.

Faltan mujeres columnistas

Desde que me volví columnista me discipliné a leer lo que escriben los otros columnistas: los buenos y los pésimos. Como me interesan los asuntos de género empecé a buscar más mujeres opinadoras y la realidad es apabullante: en la región somos pocas y en el país, aunque El Espectador hace esfuerzos por incluir columnistas mujeres, la mayoría de los medios tiene marcada preponderancia masculina. Hay medios locales y nacionales con ediciones que no incluyen a ni una sola mujer. César Caballero, de Cifras y Conceptos, me dio hace poco un dato que le pone números a esta brecha: el Panel de Opinión 2024 identificó a 1.256 columnistas en todo el país: 992 son hombres y 264 son mujeres. 79% y 21% respectivamente. Mi experiencia reciente en Barequeo indica que, en general, los hombres se ofrecen como columnistas, mientras que a las mujeres hay que salir a buscarlas (y a convencerlas).

Al bagazo, poco caso

Además de la doble o triple jornada de las mujeres, y del síndrome del impostor, una razón por la que hay pocas mujeres columnistas se relaciona con la agresividad de los comentarios en los foros de los lectores y en las redes sociales. A los hombres también los critican, pero no les dicen que son malos padres de familia, que se ven feos o gordos ni les cuestionan su sexualidad. Las críticas a los hombres suelen centrarse en lo que escriben, mientras que a las mujeres nos atacan por lo que somos y por cómo nos vemos. Recibo halagos y también recibo palo. Trato de tomarme con igual serenidad ambas cosas. Cuando los ataques arrecian recuerdo siempre lo que me enseñó Fernando Alonso Ramírez, editor de noticias de La Patria: “al bagazo, poco caso”. En algunas temporadas durante estos diez años ese ha sido mi mantra.

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  • Manizales, 1974. Periodista, abogada y doctora en literatura. Autora de la novela El oído miope (Alfaguara, 2018) , el libro de cuentos El lugar de todos los muertos (Secretaría de Cultura de Caldas, 2018) y el relato juvenil Sakas (Matiz, 2023). Profesora en la Universidad de Manizales. Ha recibido tres veces el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Escribe columnas quincenales los martes en El Espectador. Dirige Barequeo.

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Directora Adriana Villegas Botero