Faltan días u horas para que mi feto hembra sea expulsado de este cuerpo que le ha sostenido durante 39 semanas. Montserrat abandonará su universo acuático y confortable, romperá las membranas para que escape el líquido amniótico. Dilatará mi cuello uterino, asomará su cabeza por mi vagina, liberará sus hombros y el resto de su cuerpo hasta aterrizar en este mundo. Expulsaré la placenta que dejará una herida abierta en mis entrañas. ¿Se convertirá ese vacío en un nuevo dolor? Ser mujer es convivir con la ruptura, con la sangre, con el dolor.
Escribo y Montse me patea la costilla derecha. Hace semanas se acomodó a ese lado y encajó su cabeza en la pelvis. En breve, dejará de ser mi feto hembra y será mi bebé y aquellas imágenes oscuras, tan incomprensibles que mes a mes nos dibujaron su crecimiento, serán solo recuerdos: un aviso abstracto de la pequeña humana de 3.200 gramos.
(En los últimos días una sensación me rodea con insistencia. Es algo así: de repente me meten en un balde. Si hablo, escucho mi eco y estoy atrapada en un cubo transparente y estrecho que me separa de la vida exterior. Desde ahí, veo a S. leer partituras, a Haru dormir en el sofá y a Astor beber agua. La tierra sigue su rotación y el efecto me envuelve. Me dejo llevar. No es nuevo, nos conocemos desde la infancia).
Estoy en un café ruidoso de un centro comercial y hay niños alrededor. Estallan en gritos y risas, los miro, quiero descifrar cuál de ellos será ella. Vuelvo a escribir. Casi no pienso en el parto y no sé si es intencional. Cuando recuerdo que debo parir, me limito a contemplarme: detallo los dolores en el pubis y la pelvis; busco el pálpito de Montse y lo distingo del mío; repaso las manchas oscuras en el cuello, en el hueco antecubital, en las axilas y en la entrepierna. Tengo los pies enormes y los tobillos se han borrado debajo de capas de grasa y líquido. Este cuerpo soporta dieciocho kilos extras y ha perdido la capacidad de regular eficientemente su temperatura.
¿A dónde me lleva todo esto? He aplicado un sedante a los nervios, al miedo, y miro con arrogancia el futuro cercano. A veces me digo: “eres mujer, sabes parir”. Entonces aquello se vuelve un trámite. Repaso la lista de objetos que deben ir al hospital: pañalera, la carpeta que resume este embarazo, ropa, utensilios de aseo… ¿En dónde hago la fila? ¿Debo tomar turno? ¿Espero en la sala que alguna mujer de blanco grite mi nombre? ¿Sobreviviré?
Hay días en los que siento culpa por llamarte, por traerte a este lugar inviable… ¿Cómo te protegeré de este mundo hostil, cruel y complejo? ¿Qué debo decirte acerca de esa vulnerabilidad inevitable, mientras te aseguro que eres fuerte, poderosa y que ser mujer no significa ser víctima? ¿Cómo puedo mostrarte que debes cuidarte, desconfiar y defender tu espacio —ese que constantemente intentarán arrebatarte—, pero también que es importante amar, confiar y cerrar los ojos para respirar los árboles, los animales y la lluvia? Supongo que esos miedos me convierten en madre… Perdón por traerte aquí.