¿Qué echo de menos? Caminar sin miedo a una caída; los días en los que no me cuestionaba constantemente: ¿esto será normal?; maquillarme las uñas de los pies; sentirme liviana; tener las coordenadas precisas para entender mi cuerpo; llegar a la noche sin acidez ni reflujo; enfrentar la vida sin llanto; vivir sin dolor de espalda ni de coxis; usar jeans; depilarme las piernas sin ayuda; ser productiva y enérgica; saber que estoy sola; respirar con normalidad; caminar sin el ritmo de pingüino; cambiar de posición en la cama sin pedir ayuda de una grúa; disfrutar los tacos, burritos y quesadillas; pasar las noches sin levantarme varias veces a orinar; tener la piel sin sequedad ni brotes; contar con el espacio suficiente para mis órganos; mirar la muerte a los ojos y no pedirle más tiempo; tener la cabeza en su lugar; la superioridad moral al decidir no reproducirme y la superioridad intelectual al alegar exceso de población, cambio climático y una sociedad enferma; despertar sin dolor de cabeza; existir sin exámenes semanales, micronutrientes ni dietas estrictas; pasar meses sin visitar clínicas, laboratorios o farmacias; no darle importancia a un cordón umbilical roto, a una placenta atascada, al exceso de líquido amniótico o a la fecha probable de parto (marcada con rojo en el calendario); ser invisible para la gente.
¿Qué echaré de menos? Inventar relatos sobre lo que hace mi feto hembra mientras flota en el útero; la emoción y el asombro tras cada ecografía o al descubrir que llora, respira, percibe sabores y bebe en mi barriga; sentir sus aleteos y movimientos en mi panza; la convicción de que está segura y protegida; ir a todos lados con ella; la idea de que somos una sola; develar mi animalidad y maravillarme con cada célula, con la sangre y con lo que hace mi cuerpo; saber que soy hija, novia, hermana y mujer; la risa que me traen los consejos no pedidos y los diagnósticos frecuentes de la gente: “No suba tanto de peso que le va a dar diabetes, preeclampsia, retención de líquidos”, “tóquele la frente a la bebé apenas nazca y pídale un deseo, eso se cumple”; las miradas de sospecha, así como las de alegría, cuando de repente ven mi bulto y se enteran de la preñez; las conversaciones de S. con mi panza; la complicidad con S cada vez que inventamos su carácter —hasta ahora malgeniada y llena de palabrotas—; maternar sin el temor de que le hagan daño; nombrarla según la fruta de la semana; tener tiempo para mí misma, para mis proyectos de escritura y para hibernar cuando estoy triste; ver películas sin interrupciones; las apuestas sobre cuáles serán los genes dominantes; sentirme toda poderosa al crear sus riñoncitos, su corazón, sus extremidades y cada hemisferio de su cerebro; que mi cuerpo sea un lugar, el hogar de Montserrat… Convertirme, durante nueve meses, en un mutante de setenta kilos que da vida a una hembra.