Ser abogada de familia es muy demandante por múltiples razones. De todas las especialidades existentes, esta es la más subvalorada en el ejercicio del derecho. Como lo manifiestan la mayoría de mis colegas: “no estoy para repartir cuchillos y ollas”. Inclusive muchos de ellos tienen los trámites de divorcio como caja menor de sus bufetes.
El derecho de familia debería ser otra área con gran valor respecto a los honorarios pues trata asuntos que cambian la vida de las personas y sus familias. No solo solucionamos problemas importantes para el cliente, sino que también luchamos por un fin superior que es construir una sociedad menos hostil. Estoy convencida de que si en la familia no hay paz, difícilmente la habrá en la sociedad.
Ser buena abogada en asuntos de familia no significa ganar un proceso judicial, sino obtener una decisión por parte del juez que transforme positivamente dinámicas entre los miembros que la componen. El resultado de mi trabajo tiene una mayor trascendencia: generar un cambio frente a conductas hostiles, sembrar paz en el entorno privado, enseñar la importancia de la libertad y la democracia en espacios familiares y recobrar la vida de derechos civiles y fundamentales.
No todos los que litigan en familia tienen la misma perspectiva, porque para mí, a diferencia de muchos, me mueve la preocupación de que la vida en la esfera familiar se está perdiendo. Y no estoy hablando de morir explícitamente (que igualmente pasa con tantos feminicidios), sino de perder el libre desarrollo de la personalidad, la identidad, las costumbres y los gustos, para que el otro integrante esté cómodo y para que la relación familiar fluya. Ello es dejarse quitar y regalar la libertad en favor de una institución que hace rato está llamada a transformarse.
En otras áreas del derecho en las que los abogados actúan, por ejemplo, asesorando contratos de arrendamiento, cobros de títulos valores o demandas al Estado, no hay que enfrentarse a la cultura patriarcal hegemónica. En el litigio de familia sí hay que hacerlo, y constituye una barrera desgastante y compleja, pues implica denunciar las violencias que del patriarcado se desprenden.
Me preocupa enormemente la llamada telefónica de mujeres que piden ser salvadas de los golpes y humillaciones que reciben de sus parejas hombres, porque en lo primero que pienso es en la inoperancia estatal. Que la víctima sea atendida incorrectamente por las diferentes instituciones que deben intervenir, la revictimiza y la obliga a volver al espacio donde es violentada. El ordenamiento jurídico tiene proscrita la violencia y eso se lo menciono a la víctima, de mí no depende que sea efectivo y funcione perfectamente, pero sí es uno quien finalmente da la cara al cliente por la inoperancia estatal.
Siento impotencia cuando tengo que explicarle a un cliente que el juez de familia no acogió su violencia como delito o justificó que nunca existió. Es lo más triste que me ha tocado hacer en mi ejercicio profesional, tanto que muchas veces me ha puesto a pensar en rendirme. Pero, la visibilización de asuntos privados tan violentos, la injusticia de las mujeres despojadas de su patrimonio y la inobservancia de garantías constitucionales al interior de las familias (que ya no son un asunto de obligatoriedad sino de suerte), seguirán siendo mi lucha por más tiempo.