«La grieta», de Juan Camilo Gallego Castro (fragmento)

27 de julio de 2025

En 2024 Juan Camilo Gallego publicó "La grieta", un libro sobre la violencia en el Magdalena Medio, con Ramón Isaza y el frente Carlos Alirio Buitrago, del ELN, como protagonistas. Barequeo publica un capítulo, con autorización de Sílaba Editores.
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Esta mañana Ramón Isaza tocó la guitarra en el kiosco de su finca. La llaman Casa Azul, pero no hay un letrero que lo indique. En Doradal, ese pueblo pequeño al borde de la autopista que conecta a Medellín y Bogotá, una tierra de ganaderos y balnearios, de ríos turísticos y al pie de la Hacienda Nápoles, la que fue finca y zoológico de Pablo Escobar, uno de sus enemigos, todos saben qué es Casa Azul y quién vive allá: el patrón, el señor, el jefe, el viejo, el comandante, don Ramón.

Nació el 30 de septiembre de 1940 y en Claras siempre fue “Ramoncito”. Habla de su papá como si se tratara de un héroe, de un ídolo, de un tipo valiente que nació en Sonsón, un pueblo colonial en lo más alto de la cordillera central, de montañas de todos los verdes y nieblas que parecen trajes relucientes.

Que en Claras había setenta casas, que en Claras hacían convites para quitar el rastrojo de los caminos, que en Claras vivían de parranda, que en Claras tomaban guarapo y la gente se mantenía borracha en las fiestas que presidía su papá, que a Claras su padre llevó la escuela, que Claras es la tierra en la que creció, que hablar de Claras es hablar “de ayer” y en el ayer está el día en que diez muchachos de la vereda se fueron hasta Sonsón porque querían prestar servicio militar.

De Sonsón los trasladaron hasta Neiva, una ciudad en el sur del país y de allí hasta Caquetá, en toda la Amazonía. Hicieron el curso de militares y Ramón se ganó el cariño de un coronel, que “por verraco”, que por valiente, que por atrevido. Le entregaron como armamento una carabina .30 y luego lo enviaron al departamento del Tolima, la región donde nació la guerrilla de las Farc y en donde eran comunes los enfrentamientos entre el Ejército y las entonces guerrillas liberales.

—Necesito unos hombres como ustedes, nos dijo un capitán Calvache, para formar un pelotón verraco, para formar los mejores de lo mejor en lo mejor—, dice Ramón, con su voz escuálida, débil, casi imperceptible. Saber que era un pájaro cantor, que tocaba la guitarra como una caricia, pero ya la vejez le apocó su voz y el párkinson le arrebató la destreza para tocar sus canciones.

Lo suyo es la emoción: que al capitán le robaron una M60 y que la misión era recuperar el arma. Nosotros la recuperamos, le dijo entonces Ramón. Y en esa misión le dieron paperas, que se le subieron a la nuca, que el dolor era insoportable, que debía cargar su fusil, “jueputa, no se vayan a doblegar”, les decía a sus compañeros. Lo suyo nunca fue rendirse, y el arma el trofeo y la recompensa, porque si su hermano Abelardo era el Matatigre, Ramón era el tigre, el ágil, el fiero, el rápido, el guapo, el joven que parecía un viejo.

—Desde pequeño me decían viejo, que, porque tenía una forma de mandar a la gente, y los trataba de “viejito”.

Después de dos años como soldado recibió su libreta militar y como regalo, por ser el tigre, el ágil, el fiero, el rápido, el guapo, el viejo, le dieron una escopeta calibre 16 con 75 cartuchos. Entonces me dice que regresó a Argelia, a su pueblo, luego a Claras, la vereda a un día de camino, y lo estaba esperando la familia, como si se tratara de una fiesta. Volvió a ser el arriero y el campesino, volvió “Ramoncito” a trabajar en fincas y a sembrar. En una vereda donde trabajaba lo abordó un capitán del Ejército.

—Ramón, ¿quiere trabajar con nosotros? Lo que quiera, lo metemos a la Policía, al Ejército.

—No capitán, están mis papás llevados del verraco.

El Matatigre se había ido de Claras y el papá Miguel estaba enfermo y necesitaba de la ayuda de “Ramoncito”. A su regreso del servicio militar Ramón buscó a Julia, una muchacha de diecisiete años que siempre estuvo interesada en él, pero sus ojos se fijaban en María, la hermana mayor.  Sin compromiso y sin cortejo, Ramón no podía esperar una mujer que aguardara su regreso. María ya estaba casada y Julia, aguardando por un hombre que se la llevara de casa. Ramón pidió la mano de la muchacha y se casó con ella en Argelia. Volvió a su vereda y allí nació la primera de los siete hijos que tuvieron.

En Claras, el papá Miguel anunció su propia muerte. Él era devoto del arcángel San Miguel y este, me contó Matatigre, fue una noche de jueves y le dijo: Miguelito, tocayo, tenemos que hablar, venga para acá. Dice que se levantó de la cama y se sentó en una banca y San Miguel le dijo que, en una semana, el siguiente jueves en la mañana, iría a recogerlo. Miguel pidió a sus hijos que lo visitaran y se despidió de ellos, porque el jueves volvería su tocayo. Ese día, como estaba anunciado, murió el papá de los Isaza.

Matatigre ya se había casado y tenía dos hijos, había cruzado las montañas y los bosques en sus mulas y llegó a una tierra de nombre California, cerquita a Doradal, la tierra del sopor vecina al gran río Magdalena, otra tierra nueva y próspera para familias dispuestas a empezar de nuevo.

Los Isaza bajaron de la montaña. Toño Isaza, el primo de Matatigre y Ramón, también se había casado y llegó a California, luego compró una tierra cerca del río Claro. Doradal y Las Mercedes son dos pueblos pequeños, a media hora de distancia, que hoy pertenecen a Puerto Triunfo, un municipio ribereño a orillas del río Magdalena. Ramón, Julia y su primera hija abandonaron Claras y llegaron a Puerto Triunfo y durante un par de años vivieron entre ese pueblo y Las Mercedes. Fue allí que Ramón se encontró con Toño, que ya se había adentrado en busca de una nueva tierra, a la que llamaron vereda La Estrella.

—Oiga compa —, le dijo Ramón—, yo también me voy a arrimar por allá.

Compró un pedazo de tierra, a veinte minutos de camino de la casa de Toño y empezó de nuevo: empuñó el machete y el hacha, tumbó montaña y aró la tierra.

—Comía guaguas, cabuches y conejos—, dice ahora Ramón.

Cuentan que también mataba micos para poder comer. Ramón sembraba maíz, yuca y fríjol y los fines de semana iba al río Claro con Delfa, su hija mayor, a buscar oro con una batea. Me dirá Delfa que la casa de paja y tapias en la que vivían se quemó, que “quedamos en la calle, sin ropa, sin nada”. Pero un día su papá fue a buscar oro en el río y se encontró una peña con mucho oro, lo lavó en su batea “y se encontró un poco de granos”. Cuenta que fue el milagro, que el papá compró comida para la familia que ya empezaba a crecer, que aserró varios árboles y que armó de nuevo su casa.

Ramón era un campesino pobre, un músico pobre, que armaba las parrandas con su primo Toño y que un día, juntos, cruzaron el río Claro y conocieron, mientras tomaban un guarapo, a Manuel y Horacio Buitrago, los Buitrago, los viejos amigos de fiesta, los viejos amigos campesinos, los viejos amigos que eran como hermanitos y que luego, cuando el totumo fue testigo de la muerte de cinco muchachos, se convirtieron en enemigos y con ello la sangre agrietó esas montañas.

El escritor Juan Camilo Gallego Castro, en la presentación del libro «La grieta», junto con el periodista Jesús Abad Colorado / Fotografía cortesía del autor.

La grieta

Juan Camilo Gallego Castro

Sílaba editores

Medellín

Agosto de 2024

184 páginas.

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  • Periodista. Autor de los libros La grieta (Sìlaba editores, finalista del Premio Nacional de Literatura de la Universidad de Antioquia), Fin de semana negro (finalista a libro periodístico del año del Premio CPB), Aquitania, Siempre se vuelve al primer amor y Con el miedo esculpido en la piel.

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