Nací en la década de los 90. Un tiempo en el que aún se podía jugar con la imaginación y con el cuerpo: desde tramas variopintas para darle vida a mis muñecas, hasta gotas de sudor y rodillas raspadas contra el pavimento después de jugar tin tin, corre, corre. Era un tiempo en el que, aparte de eso, había tiempo. Tiempo para hacer berrinches y quitármelos —según la abuela— bajo una ducha de agua fría. Tiempo para aburrirse y buscar, por consejo de los adultos, la manera de “desaburrirse”. Tiempo para tumbarse en la cama, cerrar los ojos y escuchar música de la emisora o el walkman. Tiempo para ver pasar la vida del barrio a través de la ventana.
Recuerdo que tenía una sensación constante por aquel entonces: la de sentir cómo el desespero de las horas muertas se manifestaba en mi cuerpo infantil en forma de hormigueo. Mientras las hormigas invisibles conquistaban hasta mi organismo, yo miraba las bocas murmurantes de mis tías, que repetían padres nuestros y ave marías en una rapidez digna de sacrilegio, bajo un bombillo de luz sepia que parecía consumirme la existencia.
El tiempo se materializaba en todo eso, era lento y pesado. Y quería asfixiarme.
En las notas de mi celular tengo una carpeta titulada “Cosas que debo hacer en la semana”: ejercicio, continuar curso, estudiar inglés, pensar-grabar-editar y subir video, repasar otro curso, leer, escribir, investigar. Todos los días voy agregando un chulito a todo lo que ya he hecho. Todas las noches elimino el chequeo para volver a empezar. Cierro los ojos para dormir y de repente el canto de los pájaros, anunciado la mañana, comienza de nuevo. Atrás, muy muy atrás, se ha quedado mi infancia y el tiempo que había de sobra. Ahora soy alguien atrapada en la inmediatez y en la prisa que exige hoy la vida adulta. Que busca con añoranza, como cualquiera que va acumulando años, los viejos tiempos. ´Pero, ¿cómo se le pide al tiempo una espera?, ¿cómo se le pide al tiempo que desacelere el paso, que regrese?
Es como si el mundo se hubiera convertido en una rueda, en donde unos pocos no paran de girarla, cada vez más rápido; mientras que una gran mayoría gritamos, con los ojos apretados y aferrados a recuerdos, que paren ya esta vaina porque nos queremos bajar. Para volver a las rodillas raspadas y a jugar con nuestra imaginación. Para buscar el tiempo en el que había tiempo, aunque parezca estar extinto.
El tiempo no regresa. Ahora es rápido y leve. Y busca agotarme.